La liturgia de la Palabra propone hoy las lecturas de Is 7,10-14, Rom 1,1-7 y Mt 1,18-24.
En este Domingo las lecturas nos invitan a poner nuestra mirada en el inminente nacimiento de Jesús, el Mesías esperado. El relato del evangelio puede dividirse en dos partes: la situación matrimonial de José y María (v.18) y el anuncio del ángel a José (v. 19-24).
1.- La situación matrimonial de José y María (v. 18)
Es significativo que el relato, que tendrá a José como protagonista central, comience, sin embargo, con unas palabras que se refieren a Jesús y a María. Con este inicio, Mateo quiere dar a entender que el protagonista principal es Jesús con su nacimiento, y luego María, su Madre. Es importante subrayar el detalle de que al introducir a Jesús el evangelista hable de María y la llame su madre, destacando así su maternidad al margen de José. Mateo quiere dejar claro desde ahora que Jesús es propiamente hijo de María y a continuación explicará en qué sentido es hijo de José.
Para conocer la situación matrimonial de José y María hay que tener en cuenta que entre los judíos los matrimonios se llevaban a cabo en dos momentos. El primer momento lo constituían los esponsales o desposorios, conocidos con el nombre de qiddushin, palabra que significa consagrados. Se trataba de una ceremonia privada, que se celebraba en familia. Los desposorios eran considerados no como un simple compromiso de cara al futuro matrimonio, sino que se trataba de un verdadero contrato matrimonial con el que la familia del novio se comprometía a pagar la dote o mohar a la novia. Ponerse de acuerdo en la dote no siempre resultaba fácil, porque los padres de la novia solían exigir un precio alto, pues así mostraban el cariño que le tenían y lo que les costaba desprenderse de ella; pero, también, porque pedir una dote baja podía levantar la sospecha de que la novia tenía algún defecto o tara y esto hacía saltar las alarmas en la familia del novio. Estas discusiones de regateo podían durar horas y horas hasta que se llegaba a un acuerdo en el que la capacidad de decisión de los novios apenas contaba (cf Gén 34,12).
Con las palabras pronunciadas por el novio: «Quedas consagrada a mí según la ley de Moisés y de Israel», la novia quedaba «consagrada» a su esposo. A partir de ese momento no se pertenecía a sí misma, hasta el punto de que la desposada infiel era considerada y juzgada como adúltera y, si su esposo moría en ese tiempo, quedaba viuda y estaba sometida a la ley del levirato, es decir, a casarse con un hermano o un pariente cercano del difunto para darle descendencia (cf Dt 25,5; Rut 4; Mt 22,23-33). Esto significa que, una vez celebrados los desposorios, los esposos contraían todos los deberes y los derechos matrimoniales, salvo el hecho de que no hacían vida en común, pues durante ese tiempo la novia seguía viviendo en casa de sus padres. Es importante también tener en cuenta que la edad media en que los jóvenes judíos contraían matrimonio oscilaba entre los 16-18 años para los chicos y entre los 12-13 para las chicas, la edad núbil en que podían aparecer los primeros signos de la menstruación y la posibilidad de concebir.
El segundo momento del matrimonio era la boda, que se celebraba de forma pública y solemne. La celebración consistía en que el novio, acompañado por sus amigos y familiares, se dirigía a la casa de los padres de la novia para recogerla. Allí estaban también las amigas de la novia que la habían preparado, ataviándola con sus mejores galas. Entre la alegría y la algazara de todo el pueblo, organizado en un gran cortejo, el novio conducía a la novia a su casa (cf Sal 45,14-16). Aunque por lo general la ceremonia se celebraba de día, en ocasiones podía suceder durante la noche, como la boda que describe la parábola de las diez vírgenes, Mt 25,1-13. Esta conducción, que se conocía con el nombre de nissuin, «traslados», solía hacerse un año más o menos después de los desposorios, tiempo que las familias se tomaban para los preparativos.
Según el relato de Mt 1,18, por tanto, el anuncio del ángel a José que el niño concebido por María es por obra del Espíritu Santo debió ocurrir cuando estaban desposados, es decir, eran un verdadero matrimonio, pero todavía no convivían juntos, porque no se había celebrado la ceremonia de la conducción de María de la casa de sus padres a la de José.
2. El anuncio del ángel a José (v. 19-24)
Las palabras del ángel a José han sido interpretadas de dos maneras diferentes. En la primera, se subraya el hecho de que el ángel quiere liberar a José de las zozobras que le causa conocer el embarazo de María, al considerarlo como el resultado de un adulterio y encontrar una salida adecuada sin dañarla en su reputación (v. 19). En este caso, las palabras del ángel vienen a ser: «José, hijo de David, no temas (= no tengas reparo en) acoger a María, tu mujer. Porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo» (v. 20). Es decir, el ángel quiere explicar a José que no hay nada indigno en María, pues todo corresponde al plan de Dios.
La segunda explicación, conocida como «el temor reverencial» de José, apunta en otra dirección. Como dice san Jerónimo, José, conociendo la integridad de María y maravillado de lo sucedido, oculta con el silencio el misterio que se gesta en María. Y ha tomado la decisión de apartarse para no interferir en los planes de Dios con ella, pues no se considera digno. En este caso, las palabras del ángel se interpretan de este otro modo: «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque (= por el hecho de que) la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo», es decir, José, no debe apartarse ante el misterio que contempla, porque, según el plan de Dios, también él tiene un papel importante que desempeñar en ese plan.
Las palabras que pronuncia el ángel a continuación ponen de relieve el papel que Dios ha querido que José desempeñe en este misterio. Lo primero que habría que destacar es la gran
semejanza que se da entre las figuras del patriarca Abrahán y de José. A Abrahán Dios lo elige, lo hace salir de su tierra con la promesa de otra tierra que le dará (Gén 12,1), siendo anciano le promete el nacimiento de su hijo Isaac (Gén 17,15-19; 21,5), le hace la promesa de darle una descendencia numerosa y convertirlo en un gran pueblo (Gén 12,2; 15,5; 16,4-6), como se lo había adelantado con el cambio de su nombre (Gén 16,5), pero luego le pide ¡el sacrificio del hijo único! (Gén 22,1-2). Abrahán se fía de Dios y hace lo que le pide. Y la promesa de Dios se cumple de una manera sorprendente: Su hijo no será sacrificado, y Abrahán se convierte por medio de él en padre de un pueblo numeroso.
José había seguido hasta entonces los pasos de todo joven judío piadoso y justo a los ojos de Dios (v. 19). Vivía con sus padres, había aprendido un oficio con el que sostener a su futura familia, se acomodaba en todo a la ley de Moisés, los sábados participaba de la liturgia de la sinagoga, cada año subía a Jerusalén con sus padres a celebrar con alegría las fiestas del Señor, se había comprometido con María para vivir en un matrimonio santo y, conforme al ideal de todo buen israelita, esperaba gozar de una vida dichosa rodeado de hijos (cf Sal 128). Pero ahora esos planes parecen saltar por los aires. Dios ha irrumpido en la vida de José trastocando todo. Sin embargo, el anuncio del ángel viene a explicar la nueva situación, los nuevos planes de Dios y el papel que José juega en ellos. Dios no le deja al margen, sino que le necesita, y José ¡no dejará de ser esposo ni padre! Puede seguir adelante y tomar a María como esposa y así llegar a ser padre legal del niño. Por eso, será él quien imponga el nombre al niño: «(María) dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús» (v. 21). Es un detalle significativo, pues en la profecía de Isaías es la madre la que debía ponerle el nombre al niño (Is 7,14; cf Lc 1,31). ¡Dios cambió el sentido original de la profecía en favor de José! Con la imposición del nombre, José no sólo se convierte en padre legal del niño, sino que, además, da sentido a la profecía de Is 7,14: El Emmanuel, «Dios con nosotros», se llama Jesús (Yehoshua), que significa «Yahveh salva» (Lc 1,31). Ése es su verdadero nombre propio. A sus escasos veinte años José recibió un don más excelente que Abrahán cuando tenía cien (Gén 21,5): Ser el joven padre de Jesús, nuevo Isaac. La relación entre Abrahán y José es puesta de relieve por Mateo en la genealogía de Jesús: La genealogía se abre con Abrahán (Mt 1,2), hombre obediente y fiel a Dios, y se cierra con José (Mt 1,16), hombre obediente y fiel a Dios.
Por otra parte, Dios también le necesitaba, porque sin José el niño no sería un descendiente de David, de modo que las profecías no se cumplirían. De ahí que el ángel le salude llamándole «José, hijo de David» (v. 20). En los planes de Dios, José no es un estorbo que hay que quitar de en medio, sino un personaje que resulta imprescindible. Dios le da la oportunidad de que decida con entera libertad. Dios «espera anhelante», como en vilo, la decisión de José. Antes con María y ahora con José, en Nazaret, Dios ha puesto el misterio de la concepción y el nacimiento de Jesús en las manos de los hombres. Es significativo el detalle de que José no dice nada, guarda un profundo silencio, un silencio que le sirve para interiorizar y asumir lo que Dios le propone. José ha aprendido (y nos lo enseña a nosotros) que es en el silencio, en lo íntimo de la conciencia y del corazón, donde se aprende a obedecer y a tomar las decisiones que comprometen toda una vida. En lo más profundo del silencio, esa noche eligió amar a Dios y obedecerle con todas las consecuencias. En lo más profundo del silencio, José lloró al contemplar emocionado el horizonte infinito hacia el que Dios le invitaba a ponerse en camino. En lo más profundo del silencio, esa noche José eligió ponerse al servicio de un Misterio que le sobrepasaba y custodiarlo aun a riesgo de su vida. En lo más profundo del silencio esa noche, José quiso renovar el compromiso del desposorio con una fórmula nueva: «Yo, José, quedo consagrado a ti, María, para siempre conforme a la voluntad de Dios». En lo más profundo del silencio, esa noche José eligió amar con todo su ser a María y llevarla a su casa como esposa. En lo más profundo del silencio, esa noche José eligió amar con todo su corazón y con todas sus entrañas al Niño concebido en las entrañas de María. En lo más profundo del silencio, esa noche José prometió a Dios que cumpliría con fidelidad su compromiso con el Niño: «Yo seré para él un padre y él será para mí un Hijo». En lo más profundo del silencio, esa noche José deseó con toda su alma que el tiempo pasara deprisa para que naciera el Niño de la promesa, poder estrecharlo entre sus brazos, contemplar extasiado sus ojillos radiantes de luz, colmarlo de besos y, lleno de ternura, cantarle al oído como una nana: «¡Señor mío y Dios mío!, ¡Hijo mío!». Y con ese amor silencioso que le caracterizaba, estuvo junto a María y al Niño hasta el último día de su vida. Y junto a María conservó en su corazón el secreto del misterio de aquella noche, hasta que Dios quisiera revelarlo. Y junto a María vivió a lo largo de su vida de la memoria de aquella noche inolvidable. Amar en silencio ha sido como el sello que ha identificado toda la vida de José.
Por otra parte, como Abrahán, que madrugó para ponerse en camino hacia el monte Moria (Gén 22,3), José ha respondido con prontitud, fiándose de Dios. No hace preguntas, ni se entretiene en dar vueltas a lo sucedido, sino que se entrega al plan de Dios con diligencia poniendo en ello todo su corazón: «Cuando se despertó del sueño, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor» (v. 24). José también madrugó para emprender el camino de «la peregrinación de la obediencia»: primero, a la casa de María para conducirla a la suya como esposa (v. 20); luego, de Nazaret a Belén para el nacimiento de Jesús (Lc 2,4); más tarde, de Belén a Egipto para salvar la vida del niño y su madre (Mt 2,13-14); finalmente, de Egipto a Nazaret para volver a su tierra y formar un hogar (Mt 2,19-23).
En este relato, José aparece como el discípulo fiel y obediente, humilde y diligente que, habiendo escuchado a Dios, ha cumplido su voluntad y ha encontrado en ella la plena alegría. Dios había desconcertado a José cambiando sus planes de vida, pero el nuevo plan era infinitamente mejor, pues había traído para él bienes inesperados, aunque estaban prometidos ya en su nombre. José, en hebreo Yosef, procede del verbo asaf, que significa acumular, amontonar, añadir, y se traduce por «Yahveh ha añadido», se entiende hijos, familia, bienes, patrimonio, etc. Yahveh en verdad ha añadido a José bienes impensables. ¡Así hace Dios las cosas! ¡Dios siempre sorprende añadiendo algo más! ¡Dios da siempre con abundancia!
Que María y José nos ayuden a secundar en cada momento los planes de Dios para nuestra vida.
¡FELIZ DOMINGO! ¡FELIZ NAVIDAD!