Este Domingo celebra la Iglesia la Solemnidad de Pentecostés, broche de oro del tiempo pascual. La liturgia de la Palabra propone las lecturas de Hch 2,1-11; 1Cor 12,3-7.12-13 y Jn 20,19-23. [Como el pasaje de Juan es el evangelio del Domingo II de Pascua, el comentario estará centrado sobre todo en el relato de Hechos.]
1. Pentecostés: promesa, cumplimiento y don
Es importante tener en cuenta que, antes de ser dado a los discípulos, el Espíritu Santo había sido prometido varias veces por Jesús. Durante la Última Cena, a lo largo del conocido como «discurso de despedida», Jesús anuncia que el Padre y Él mismo enviarán el Espíritu Paráclito (cf Jn 14,26; 15,26; 16,7.8.13). Más tarde, es Jesús Resucitado quien anuncia a los discípulos el envío del Espíritu como algo inminente. En Lc 24,49 Jesús dice: «Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto». Y en los momentos previos a la Ascensión, mientras comía con los discípulos, Jesús les dice: «Aguardad que se cumpla la promesa del Padre…, vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de no muchos días…, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros» (Hch 1,4-5.8). Pentecostés, el don del Espíritu Santo, es, por tanto, el cumplimiento de una promesa.
2. El don del Espíritu antes de Pentecostés
Aunque el don del Espíritu Santo está asociado en nuestra memoria con el día de Pentecostés, hay que tener en cuenta que en el Evangelio de Juan se habla de dos momentos en que Jesús dio ya el Espíritu Santo.
a) El don del Espíritu en la cruz
El primer momento está relacionado con la muerte de Jesús. Los cuatro evangelios coinciden en narrar la muerte de Jesús de una manera muy sobria. Los evangelios sinópticos ponen el acento más en el hecho mismo de la muerte, resaltando que lo hizo dando un fuerte grito. Así, Mt 27,50 dice que Jesús «dando un fuerte grito, exhaló el espíritu» (griego, afeken to pneuma; Vulgata: emisit spiritum); Mc 15,37 afirma que «Jesús, lanzando un fuerte grito, expiró» (griego, exépneusen; Vulgata: expiravit); y Lc 23,46, un poco más extenso, añade unas palabras de Jesús dirigidas al Padre: «Y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: ‘Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu’, y, dicho esto, expiró» (griego, exépneusen; Vulgata: expiravit). Juan, por su parte, que narra la muerte de manera más serena, parece poner la mirada en un detalle preciso: «Inclinando la cabeza, entregó el espíritu» (griego, parédoken to pneuma; Vulgata: tradidit spiritum) (19,30). Con estas palabras san Juan sin duda está hablando no sólo de la muerte de Jesús, sino también deja entender el don del Espíritu Santo.
b) El Espíritu Santo, don del Resucitado
Jn 20,19-23 relata la aparición de Jesús Resucitado a los diez Apóstoles (falta Tomás) y, tras mostrarles las manos y el costado, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo». El soplo del Resucitado parece ser una alusión al soplo de Dios en el momento de la creación de Adán (cf Gén 2,7). De este modo, ese soplo es un símbolo del Espíritu Santo, que es a su vez el signo de una nueva creación: Ellos son ahora como hombres recién creados, portadores de la nueva vida que el Espíritu genera en ellos.
3. El acontecimiento de Pentecostés
a) El nombre de la fiesta
El don del Espíritu Santo a los Apóstoles sucedió durante la solemnidad de Pentecostés, una fiesta judía que se celebraba siete semanas o cincuenta días después de la Pascua; era una fiesta que duraba solamente un día. En su origen era una fiesta agraria y se la conocía como la «fiesta de la recolección» (Éx 23,16), y también como la «fiesta de las semanas» (Dt 16,10.16; Núm 28,26). Era una fiesta de acción de gracias y de alegría con la que se agradecía a Dios los frutos de la cosecha (Éx 23,16; Dt 16,10). Es la alegría que recuerda el Sal 126,6: «Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas» (cf Is 9,2).
Pentecostés era la segunda de las tres grandes fiestas en las que estaba prescrita la presencia de todo Israel ante Dios en el santuario (cf Éx 23,14-17; Dt 16,16) y más tarde en el Templo de Jerusalén. El nombre «Pentecostés», que es griego y significa quincuagésimo (día), porque se celebraba cincuenta días después de la ofrenda de la primera gavilla (cf Lev 23,9-14), aparece aplicado a esta fiesta por primera vez en Tob 2,1: «En nuestra santa fiesta de Pentecostés, es decir, la fiesta de las Semanas, me prepararon un banquete…» (cf 2Mac 12,31-32). Es muy probable que ya en tiempo de Jesús (o incluso antes) la fiesta de Pentecostés adquiriese un carácter más amplio que iba más lejos que el simple significado agrario y se la relacionase con la renovación de la Alianza del Sinaí.
b) El acontecimiento de Pentecostés
San Lucas inicia el relato con un detalle que resulta significativo: «Al cumplirse el día de Pentecostés». La expresión «al cumplirse» o «cuando se cumplió” la usa el evangelista en ciertos momentos trascendentales, por ejemplo, con motivo del nacimiento de Jesús (2,6) o de la inauguración de su viaje a Jerusalén para su éxodo pascual (9,51). Con esta fórmula introductoria, Lucas quiere señalar el comienzo de las etapas más importantes de la historia de la salvación. Aquí quiere marcar el comienzo de la nueva era de la Iglesia con el don del Espíritu Santo (H. Conzelmann).
En la mañana de la fiesta (v. 15) los Doce Apóstoles, y probablemente los hermanos que estaban reunidos con ellos (cf Hch 1,15), se encontraban en una casa (v. 2), que suele identificarse con la que se menciona en otras ocasiones (Jn 20,19) y que puede ser a su vez la sala alta en la que se alojaban y que la tradición identifica con el Cenáculo (Hch 1,13; cf Mt 26,10-13). Allí fueron testigos de un hecho extraordinario: La venida del Espíritu Santo. La presencia del Espíritu estuvo acompañada de una serie de signos sensibles. En primer lugar, de manera imprevista, se produjo de repente un estruendo, que se asemejaba al resonar de truenos que se hizo presente en la teofanía del Sinaí (cf Éx 19,16). Y este ruido era como de un viento que soplaba fuertemente, una especie de vendaval, que llenó toda la casa (v. 2). Es significativo que san Lucas usa para hablar del viento el término griego pnoé, que suena tan cercano a pneuma, «espíritu». Y hay que tener en cuenta que en hebreo y arameo la palabra ruaj significa tanto viento como espíritu. Y algo semejante sucede en latín, lengua en la que spiritus es a la vez viento y espíritu. Es importante tener presente que una cierta relación entre el viento y el Espíritu había establecido Jesús en su diálogo con Nicodemo (Jn 3,8).
En segundo lugar, al mismo tiempo, se dejaron ver (aparecieron) unas lenguas como de fuego que, divididas, se posaron sobre cada uno de los presentes. El fuego es como una prueba de la presencia de Dios, pues el fuego se usa en la Escritura como símbolo de Dios (cf Éx 3,1-6). En el Nuevo Testamento, de hecho, se habla en otras ocasiones del fuego asociado al Espíritu Santo (cf Mt 3,11; Lc 3,16). El que se diga que el fuego aparecía en lenguas prepara el camino para lo que se explicará luego: Que los que han recibido el Espíritu comenzaron a hablar en otras lenguas. Es importante subrayar que las lenguas se dividen para posarse personalmente sobre cada uno de ellos. Se trata, pues, de un don personal. Pero todos quedaron llenos del Espíritu Santo. «Estar lleno del Espíritu Santo» es una expresión muy usada por Lucas para expresar el don que Dios concede a alguien de manera extraordinaria (cf Lc 1,15.41.67; Hch 4,8.31; 9,17; 13,9). Todos, por tanto, recibieron el mismo don. El don del Espíritu fue a la vez personal y comunitario. El fuego como signo del Espíritu indica que viene para purificar y hacer arder los corazones de quienes lo reciben.
El tercer elemento sensible es que los que habían recibido el Espíritu comenzaron a hablar en «otras lenguas, un fenómeno que ha sido interpretado de dos modos: 1) como glosolalia, es decir, un hablar de manera exaltada, un hablar como la manifestación externa de un fenómeno extático; se trata de un carisma, asociado al Espíritu Santo, presente en la vida de la naciente Iglesia (cf Hch 10,46; 19,6); 2) como xenologia, es decir, un «hablar en lenguas extranjeras»; en este caso se trata de un detalle con el que se quiere poner de relieve el carácter universalista de la salvación que se anuncia en todas las lenguas. Lucas subraya, además, que es el Espíritu el que les concedía expresarse con audacia y en voz alta, de modo que la voz del Espíritu puede ser escuchada por todos (v. 6).
La diversidad de lenguas se explica porque entre las gentes que están presentes durante el suceso se encuentran tanto habitantes de Jerusalén como los que han llegado a la ciudad para la fiesta. Entre ellos hay numerosos judíos de la Diáspora, es decir, los que vivían fuera de Israel, cuya lengua materna no era el arameo, sino la del país en que habían nacido o donde se habían establecido a lo largo del tiempo (v. 9-12).
Es significativo también el detalle que da san Lucas: Que la multitud diversa que se congregó con motivo del ruido se llenó de confusión o desconcierto (v. 6). El verbo griego usado aquí es el mismo que aparece en el relato de la torre de Babel, donde se dice que Dios decidió confundir la lengua de los constructores de la torre para que no se entendieran unos a otros, provocando así su dispersión por todo el mundo (cf Gén 11,5-9). Para san Lucas, en Pentecostés, por el don del Espíritu que hace hablar a los Apóstoles las diversas lenguas, Dios restaura en la Iglesia la unidad perdida en Babel. Y Pentecostés se convierte a la vez en el anticipo de la misión universal que la Iglesia llevará a cabo más tarde.
Una homilía de un autor africano del siglo VI comenta así el hablar en lenguas de los Apóstoles y la repercusión que tiene para la vida de la Iglesia: «Hablaron en todas las lenguas. Así quiso Dios dar a entender la presencia del Espíritu Santo: Haciendo que hablara en todas las lenguas quien le hubiese recibido… Así como entonces un solo hombre, habiendo recibido el Espíritu Santo, podía hablar en todas las lenguas, así también ahora es la unidad misma de la Iglesia, congregada por el Espíritu Santo, la que habla en todos los idiomas. Por tanto, si alguien dijera a uno de vosotros: ‘Si has recibido el Espíritu Santo, ¿por qué no hablas en todos los idiomas?’, deberás responderle: ‘Es cierto que hablo todos los idiomas, porque estoy en el cuerpo de Cristo, es decir, en la Iglesia, que los habla todos’. Pues ¿qué otra cosa quiso dar a entender Dios por medio de la presencia del Espíritu Santo, sino que su Iglesia hablaría en todas las lenguas?» (Sermón 8,1).
4. Los dones y frutos del Espíritu Santo
Hoy es el día para recordar los dones y frutos con los que el Espíritu Santo bendice y acompaña la vida de los fieles.
a) Los dones son siete: sabiduría, inteligencia o entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios (cf Is 11,1-2). Los dones del Espíritu Santo «completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas» (CIC 1831).
b) Los frutos del Espíritu Santo son doce, según la tradición de la Iglesia: Caridad, gozo o alegría, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad (cf Gál 5,22-23). Los frutos «son perfecciones que el Espíritu Santo forma en nosotros como primicias de la vida eterna» (CIC 1832).
Que Santa María, la llena del Espíritu Santo, interceda por nosotros con la oración: ¡Ven, Espíritu Santo, y enciende en nosotros el fuego de tu amor!
¡FELIZ DOMINGO DE PENTECOSTÉS!