La liturgia de la Palabra propone hoy las lecturas de Hch 1,1-11, Ef 1,17-23 y Lc 24,46-53.
1. El hecho de la Ascensión
Salvo una breve alusión de san Marcos al final de su Evangelio (16,19), san Lucas es el único evangelista que narra la Ascensión de Cristo Resucitado como algo sucedido ante la mirada de los discípulos, y lo hace no sólo en su Evangelio, sino también en el libro de los Hechos de los Apóstoles (1,1-11). El relato evangélico es muy breve, dice: «Los llevó cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado hacia el cielo» (24,50-51). Este acontecimiento se sitúa cerca de Betania, junto al monte de los Olivos, el lugar en que el libro de los Hechos sitúa la Ascensión. Sólo Hch 1,3 informa de que el Señor Resucitado estuvo apareciéndose a los suyos por espacio de cuarenta días, con lo cual traslada la Ascensión al cuadragésimo día después de Pascua.
Testigos de la Ascensión fueron sólo los discípulos (cf Hch 10,41; 13,31). Aunque únicamente en Hch 1,9-11 consta de modo expreso que Jesús se elevó a los cielos a la vista de ellos, esta circunstancia está presente de modo implícito también en los relatos de Lc 24,51 y Mc 16,19. Varios textos del Nuevo Testamento hablan también de la Ascensión o de la subida de Cristo a los cielos, pero no en el sentido de un acontecimiento visible a los Apóstoles. De particular importancia es Jn 20, 17, donde, en la mañana misma de la Pascua, el Resucitado hace saber a los discípulos, por medio de María Magdalena, que está a punto de subir al Padre celestial.
2. El significado de la Ascensión
San Pablo alude a la Ascensión de Cristo en Ef 4,8-10, un pasaje en el que el Apóstol, sirviéndose de las palabras del Sal 68,19, dice: «Subiendo a las alturas, llevó a cautivos y dio dones a los hombres». Es importante notar que san Pablo utiliza los métodos exegéticos rabínicos de su tiempo, e interpreta este texto de la Escritura como un anuncio anticipado de la Ascensión de Jesús y del don del Espíritu Santo. El Apóstol confiesa en este pasaje que Jesús con su Ascensión ha subido junto al Padre como vencedor de la muerte y ha liberado a los que estaban cautivos por el temor a la muerte; con su Ascensión, Jesús se manifiesta como Señor sobre todas las criaturas, incluida la muerte. Otro testimonio significativo de san Pablo para hablar de la Ascensión es 1Tm 3,16. Aquí el Apóstol recoge un fragmento de un himno primitivo, una especie de confesión de fe cristiana, en el que se habla claramente de la Ascensión de Cristo a los cielos en su cuerpo glorificado: «Él ha sido manifestado en la carne…, visto de los ángeles…, levantado a la gloria».
Por su parte, el Apóstol san Pedro parece recoger también en 1Pe 3,22 un fragmento de una primitiva profesión de fe, en la cual se dice: «Él está a la diestra de Dios, después de haber subido al cielo, y tiene sometidos a los ángeles, potestades y virtudes». En estos pasajes no se dice nada acerca del tiempo y de las circunstancias concretas de la Ascensión; son más bien fórmulas teológicas, cuyo sentido es que el Resucitado tiene su trono en el cielo, a la derecha de Dios, y comparte plenamente con el Padre el señorío sobre el universo. Son numerosos los lugares del Nuevo Testamento que hablan de la exaltación del Señor Resucitado a la derecha del Padre, o lo presentan sentado a la derecha de Dios (cf 1Ts 1,10; 4,16; 2Ts 1,7; 1Cor 4,5).
3.- Las consecuencias de la Ascensión
a) La bendición de Cristo sobre el mundo
Frente al relato más circunstanciado del libro de los Hechos, llama poderosamente la atención el modo tan escueto como describe san Lucas la Ascensión al cielo en el Evangelio. Apenas unas palabras: «Los sacó hacia Betania, y levantando las manos, los bendijo, y mientras los bendecía, se separó de ellos e iba subiendo al cielo» (Lc 24, 50-51). Precisamente por ese laconismo cobra mayor importancia la insistencia que el evangelista pone en el hecho de que Jesús ascendió al cielo mientras bendecía a sus discípulos. La bendición era un gesto muy habitual de Jesús, y los discípulos estaban acostumbrados a verlo: Jesús bendecía a los niños, los acogía y hacía de ellos el prototipo de los que habían de heredar el reino de Dios (cf Mc 10,13-16); bendijo el pan, y su bendición tuvo el poder de multiplicar aquel alimento para saciar a una multitud inmensa (cf Mc 6,41); bendijo el pan y el vino durante la celebración de la Última Cena, y la bendición realizó el milagro de convertir el pan en su cuerpo y el vino en su sangre (cf Mc 14,22). En su oración Jesús dirigía su mirada al Padre y le bendecía (cf Mt 11,25). La vida de Jesús está llena de momentos de bendición.
La escena de la Ascensión debió de dejar una impresión especialmente fuerte en los discípulos, pues la última imagen de Jesús que quedó grabada en la retina de sus ojos fue la de verle en actitud de bendecir. Si todas las demás bendiciones habían sido un signo del amor bondadoso de Jesús con la gente, una última señal de amor coronó su presencia en la tierra: Su bendición sobre los discípulos y el mundo en el momento de subir al cielo junto al Padre. En efecto, no deja de ser un detalle de cariño que Jesús haya querido despedirse de sus discípulos con una bendición.
Esa imagen de Jesús bendiciendo (así nos lo muestra de una manera bellísima la iconografía de todos los tiempos, sobre todo, en las iglesias románicas), es la que ahora podemos contemplar viéndole sentado a la derecha del Padre como Pantocrátor, es decir, como Rey universal que ejerce su señorío sobre toda la creación. Además, en Israel la bendición es un gesto de carácter sacerdotal. Eso significa que Jesús ejerce su sacerdocio hasta el último momento de su vida entre nosotros.
Resulta consolador saber que Jesús tiene desde la Ascensión sus manos siempre elevadas en actitud de bendición: Hacia el Padre para interceder en favor de los hombres y sobre el mundo para hacerle llegar los dones del Padre. También resulta consolador saber que la mirada que Jesús tiene sobre nosotros desde su trono no es la de quien condena sino la de quien bendice. Es digno de tenerse en cuenta que, después de la Ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén «y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios» (v. 53).
b) Jesús se va para preparar sitio a los suyos
Con la Ascensión Jesús puede cumplir las palabras que había dicho a los discípulos durante la Última Cena: «Me voy para prepararos sitio; volveré y os llevaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros» (Jn 14,2). A lo largo de su ministerio público Jesús había hablado muchas veces del Reino de Dios utilizando la imagen de un banquete con motivo de una fiesta, sobre todo, de bodas. Al decir estas palabras a sus discípulos da a entender que con la Ascensión quiere adelantarse a los discípulos para ir a prepararles un lugar en la mesa de ese banquete, de modo que cuando ellos lleguen todo esté dispuesto. Ese lugar ha sido ocupado ya por los Apóstoles, los mártires, los santos, etc.; también nosotros tenemos nuestro lugar preparado esperándonos cuando lleguemos. Jesús nos lo ha preparado, pero depende de nosotros, de nuestra fidelidad, de nuestra santidad, el que podamos ocuparlo. No podemos permitir que ese asiento a la mesa del banquete quede vacío. Por eso, la Ascensión encierra para nosotros un mensaje al mismo tiempo gozoso y apremiante: ¡Tenéis vuestro lugar preparado, no lo perdáis! La Ascensión quiere hacer más fuerte y grande en nosotros el deseo de ir al cielo. San León Magno comenta que con la Ascensión la pequeñez de nuestra naturaleza, asumida por Jesús, ha ascendido al cielo (Sermón 2 sobre la Ascensión del Señor 1).
c) La Ascensión y el tiempo de la Iglesia
Una de las cosas que más llama la atención de las lecturas de este día son las palabras que los ángeles dirigen a los Apóstoles después de la Ascensión de Cristo: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?» (Hch 1,11). Esas palabras, que debieron de resonar aquella mañana como un latigazo en los oídos de los discípulos, se han quedado grabadas en el aire del monte de los Olivos como un interrogante que se repite de generación en generación. Para los cristianos de hoy esa pregunta podría sonar más o menos así: «Pasmarotes, ¿qué hacéis ahí embobados de brazos cruzados con todo lo que hay que hacer?» Lo que pretende el mensaje de los ángeles es hacernos caer en la cuenta de que no podemos quedarnos de brazos cruzados mirando pasivamente, desentendiéndonos de las realidades cotidianas en las que vivimos, que debemos implicarnos en la tarea de llevar el evangelio a todos los ambientes en los que vivimos y trabajamos. Cristo no quiere que nos desentendamos del mundo, sino que nos metamos dentro de él para ser su luz, su sal y su levadura. Las palabras de los ángeles son una llamada no sólo a la urgencia con todo lo que hay que hacer (la mies es mucha), sino también la importancia que tiene la tarea que nos espera (la evangelización del mundo). Finalmente, son una llamada acerca del modo cómo debemos hacerlas: El cristiano ama apasionadamente las cosas del cielo, pero no se olvida de la tierra; ama la tierra sin olvidarse de las realidades del cielo.
Por otra parte, el mensaje de los ángeles es una invitación a continuar la obra de Jesús. Ahora comienza el tiempo de la Iglesia. Se hacen más verdad que nunca las palabras de Jesús: «Como el Padre me ha enviado, así os envío yo ahora a vosotros» (Jn 20,21). La tarea de la Iglesia va incluso más allá, pues Jesús en su vida terrena sólo pudo llegar a un espacio muy reducido, la tierra de Palestina; pero ahora la misión de la Iglesia es universal: Ha de llegar a todos los pueblos y naciones, comenzando por Jerusalén. Y además la lleva a cabo con todo tipo de obras: predicando, bautizando, realizando milagros, que muestran la asistencia del Resucitado a los suyos. En cierto modo, la Iglesia no sólo continúa la tarea de Jesús, sino que la lleva, por voluntad suya, mucho más lejos aún. Es el tiempo de la Iglesia, que está asistida por la presencia del Espíritu Santo desde el día de Pentecostés. Jesús se va, pero, como lo había prometido, se queda por la presencia de su Espíritu Paráclito. No deja de ser un misterio extraordinario: A la Iglesia se le ha confiado culminar la obra de Jesús. Esto supone para la Iglesia una gran alegría, pero constituye, a la vez, una gran responsabilidad.
d) La confianza de Jesús en los discípulos
La Ascensión también puede entenderse como un gran acto de confianza de Jesús en los suyos. Aunque los discípulos habían dado muestras de una gran debilidad y cobardía en el momento supremo de la muerte del Maestro, sin embargo, animados por la presencia del Resucitado, han recobrado el ánimo y han vuelto a la parresía, a la valentía del testimonio y a la fuerza del amor primero. Ahora, Cristo resucitado los bendice para que puedan llevar a cabo la obra que les encomienda. Jesús se fía de ellos. No hay nada en su historia, en su pasado que le pueda disuadir de encomendarles una tarea que ellos ni siquiera podían haber imaginado. La Ascensión supone también para ellos como una toma de conciencia de que a los ojos de Jesús la elección es incondicional, fiel e irreversible. Por eso, después de contemplar cómo sube al cielo, vuelven a Jerusalén llenos de gozo, y no dejaban de visitar el templo para predicar el Evangelio, dando gloria y bendiciendo a Dios.
Que santa María, que acompañó a los discípulos entonces, nos acompañe también a nosotros en nuestra misión evangelizadora.
¡FELIZ DOMINGO DE LA ASCENSIÓN!