Domingo VI de Pascua

Tiempo Pascual

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Ciclo C

En aquellos días, unos que bajaron de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme al uso de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más de entre ellos subieran a Jerusalén a consultar a los apóstoles y presbíteros sobre esta controversia.

Entonces los apóstoles y los presbíteros con toda la Iglesia acordaron elegir a algunos de ellos para mandarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas llamado Barsabás y a Silas, miembros eminentes entre los hermanos, y enviaron por medio de ellos esta carta:
«Los apóstoles y los presbíteros hermanos saludan a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia provenientes de la gentilidad.

Habiéndonos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alborotado con sus palabras, desconcertando vuestros ánimos, hemos decidido, por unanimidad, elegir a algunos y enviároslos con nuestros queridos Bernabé y Pablo, hombres que han entregado su vida al nombre de nuestro Señor Jesucristo. Os mandamos, pues, a Silas y a Judas, que os referirán de palabra lo que sigue: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que os abstengáis de carne sacrificada a los ídolos, de sangre, de animales estrangulados y de uniones ilegítimas. Haréis bien en apartaros de todo esto. Saludos».

Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.

Que Dios tenga piedad y nos bendiga,
ilumine su rostro sobre nosotros;
conozca la tierra tus caminos,
todos los pueblos tu salvación.

Que canten de alegría las naciones,
porque riges el mundo con justicia,
y gobiernas las naciones de la tierra.

Oh, Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.
Que Dios nos bendiga; que le teman
todos los confines de la tierra.

El ángel me llevó en espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa de Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, y tenía la gloria de Dios; su resplandor era semejante a una piedra muy preciosa, como piedra de jaspe cristalino.

Tenía una muralla grande y elevada, tenía doce puertas y sobre las puertas doce ángeles y nombres grabados que son las doce tribus de Israel.

Al oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, al poniente tres puertas, y la muralla de la ciudad tenía doce cimientos y sobre ellos los nombres de los doce apóstoles del Cordero.

Y en ella no vi santuario, pues el Señor, Dios todopoderoso, es su santuario, y también el Cordero.

Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna que la alumbre, pues la gloria del Señor la ilumina, y su lámpara es el Cordero.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.

El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.

Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.

La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis».

Danos, Señor, el amor a tu Palabra

La liturgia de la Palabra propone hoy las lecturas de Hch 15,1-2.22-29, Apo 21,10-14.22-23 y Jn 14,23-29. El pasaje evangélico forma parte del llamado «discurso de despedida» de Jesús durante la Última Cena.

 

1. El amor a la palabra de Jesús (v. 23a)

A una pregunta que le hace Judas el de Santiago (Mc 3,18; Mt 10,3), Jesús da una respuesta formulada en un estrecho paralelismo antitético: «Si alguno me ama guardará mi palabra… El que no me ama no guarda mi palabra» (v. 23a.24a). Jesús, por tanto, vincula el amor a su persona con la guarda de su palabra. Hay que tener en cuenta que el verbo griego teréo no significa sólo guardar, en el sentido de observar, cumplir, sino también conservar, retener, obedecer. No se trata, por tanto, de cumplir de manera extrínseca, como una obligación o norma que viene desde fuera, sino de guardar de manera afectiva en el corazón (cf Lc 2,19.51). Así se comprende que sólo el que ama a Jesús puede guardar su palabra. Lo primero es el amor, guardar la palabra es la consecuencia. Sin amor no se puede guardar la palabra. El mismo pensamiento había expresado Jesús un poco antes: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos» (v. 15). Al que no ama, le resulta imposible guardar la palabra o los mandamientos. Todo se juega en el corazón.

 

2. La inhabitación de Dios (v. 23b)

Por otra parte, Jesús afirma que a aquellos que le aman y guardan su palabra les sucederán dos cosas extraordinarias: Que el Padre los amará y que el Padre y el propio Jesús vendrán y harán morada en ellos (v. 23bc). Un poco antes, Jesús había afirmado que a quien le ama el Padre lo amará y él también lo amará y se manifestará a él (v. 21). El Padre muestra su predilección amorosa por aquellos que aman a su Hijo y guardan su palabra, porque la palabra que revela el Hijo no es suya, sino del Padre que le ha enviado (v. 24). Al que ama al Hijo, que es el amado del Padre (cf Mt 3,17; Lc 3,22), el Padre lo ama con amor de predilección.

La segunda consecuencia de amar a Jesús y guardar su palabra es que el Padre y Él mismo harán morada en él. La inhabitación del Padre y del Hijo en el alma del creyente es el modo como Dios responde a la fidelidad del que ama. Dios sólo puede habitar en un alma purificada por el amor. El uso del sustantivo moné, morada, relacionada con el verbo méno, permanecer, da a entender que la inhabitación de Dios en el fiel que ama y guarda la palabra de Jesús es permanente. En 2Cor 6,16 san Pablo afirma: «Nosotros somos templos de Dios vivo». La presencia de Dios en el fiel lo convierte en un templo. Por otra parte, Jesús dice «el Padre y yo haremos morada en él», expresión que es equivalente a «haremos de él nuestra morada», que, a su vez, viene a significar «viviremos en él». De este modo se entiende que la inhabitación de Dios no es una simple presencia inmanente pasiva, sino que es el principio dinámico, activo, o la fuente de la vida del creyente. Viviendo en el interior del creyente, Dios le hace vivir, le da vida en plenitud.

Todo lo contrario sucede con aquel que no ama a Jesús: No podrá guardar su palabra (v. 24) y, por tanto, el Padre y Jesús no harán morada en él. Es evidente, por tanto, que quien actúa y vive así, de espaldas al amor de Jesús y a su palabra, no podrá tener la vida de Dios (cf. Jn 8,37.42-43.47; 15,22-23). Aunque expresada de forma negativa, la enseñanza es clara: El amor a Jesús es la condición necesaria para poder vivir guardando su palabra.

 

3. El envío del Espíritu Santo (v. 26)

Jesús cambia el tono del discurso e introduce un elemento nuevo: El envío del Espíritu Santo, al que llama Paráclito. El sustantivo griego paraklétos deriva del verbo parakaléo, que significa llamar junto a; en latín corresponde a advocatus. Conforme a su origen semántico, paráclito se aplica a la figura del abogado defensor. Pero puede tener también el significado de consolador.

Aunque aquí no lo dice de manera explícita, se puede entender que la venida del Espíritu Santo completa la inhabitación de la Trinidad en el que ama a Jesús. San Agustín comenta: «Por tanto, resulta que también el Espíritu Santo, junto con el Padre y el Hijo, fija su morada en los fieles, dentro de ellos, lo mismo que lo hace Dios en su templo. Dios Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, vienen a nosotros cuando nosotros vamos a ellos; vienen a nosotros socorriéndonos, nosotros vamos a ellos obedeciendo; vienen a nosotros iluminándonos, nosotros vamos a ellos contemplándolos; vienen llenándonos de su presencia, nosotros vamos a ellos acogiéndolos» (In Iohannem 76,4). En el envío del Espíritu se pone de relieve la íntima comunión trinitaria: El Padre envía el Espíritu en nombre del Hijo. Pero esa comunión intratrinitaria se despliega con toda su fuerza actuando en la vida del que ama a Jesús por medio del Espíritu.

Dos funciones asigna Jesús al Espíritu Santo Paráclito respecto a los discípulos: Enseñar y recordar. El Espíritu Santo ejerce la función de Maestro, porque enseña y explica todo lo relacionado con Jesús, abriendo el entendimiento de los discípulos para que lleguen a comprender todo lo relacionado con el misterio de su persona. Y ejerce la función de recordar, que, de acuerdo a su origen latino (recordari), significa que el Paráclito es quien «hace pasar de nuevo por el corazón» todo lo que Jesús les ha enseñado. El Espíritu hace revivir en el corazón de los discípulos todo lo que han aprendido de Jesús.

 

4. El don de la paz (v. 27)

Ante la inquietud que puede causar en los discípulos el anuncio de su marcha, Jesús les tranquiliza con dos detalles: El don de la paz y la llamada a no turbarse. La paz que Jesús les da y les deja es en hebreo shalom, que no significa sólo ausencia de guerras o conflictos, sino que indica el estado de armonía con Dios, con el prójimo y consigo mismo, un estado de bienestar y felicidad plena, gozo y alegría. Una paz así no la puede proporcionar el mundo, sino sólo Dios. Gozando de esa paz, los discípulos no tienen ningún motivo para turbarse, estar preocupados o inquietos porque Jesús se vaya junto al Padre. Incluso aunque todavía tengan que sufrir tribulaciones (cf Jn 16,33), la paz que les deja es el signo de su presencia permanente en ellos. Hay que recordar que la paz es el don que trae Jesús resucitado (cf Lc 24,36; Jn 20,19.21). San Agustín comenta: «Nos deja la paz en el momento de partir, y nos dejará su paz cuando venga al fin del mundo. Nos deja la paz en este mundo, nos dará su paz en el otro. Nos deja su paz para que, permaneciendo en ella, podamos vencer al enemigo; nos dará su paz cuando reinemos libres de enemigos. Nos deja su paz para que aquí nos amemos unos a otros; nos dará su paz allí donde no podremos tener diferencias» (In Iohannem 77,3).

 

5. El Padre es mayor (v. 28)

Jesús dice a los discípulos que, aunque se vaya, deben estar alegres, porque el Padre es mayor. Esta frase crea algunas dificultades, pues si Jesús es Dios como el Padre, ¿cómo es que el Padre es mayor? Es evidente que esa frase no hay que entenderla en referencia al ser o la naturaleza divina, que comparten en igualdad (cf Jn 1,1), sino respecto al hecho de que el Padre es de quien procede todo, y es el Padre quien ha enviado al Hijo.

Jesús cierra esta parte del discurso con un anuncio que ha de mantener a sus discípulos en la confianza en sus promesas: Todo lo que les ha dicho hasta ahora, adelantando los acontecimientos que han de suceder, es para que se acreciente su confianza en Él (v. 29).

 

Que Santa María nos sostenga en el amor a su Hijo, y nos permita guardar su palabra para ser morada de Dios.
¡FELIZ DOMINGO!

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Domingo IV de Pascua (Domingo del Buen Pastor)

El pasaje joánico recoge unas palabras de Jesús que están en estrecha relación con la primera parte del capítulo 10 dedicado a la figura del Buen Pastor. El contexto inmediato en que Jesús pronuncia estas palabras es la fiesta de la Dedicación del templo de Jerusalén (v. 22). Esta fiesta, llamada también Hanukkah, fue instituida con motivo de la restauración del culto por Judas Macabeo en el año 165 a. C., tras la profanación llevada a cabo por Antíoco IV Epífanes el año 167 a. C. al colocar una imagen de Zeus Olímpico sobre el altar de los holocaustos (cf 1Mac 4,36-60; 2Mac 6,1-7).

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