Domingo III de Pascua

Tiempo Pascual

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Ciclo C

En aquellos días, el sumo sacerdote interrogó a los apóstoles, diciendo:
«¿No os habíamos ordenado formalmente no enseñar en ese Nombre? En cambio, habéis llenado Jerusalén con vuestra enseñanza y queréis hacernos responsables de la sangre de ese hombre».

Pedro y los apóstoles replicaron:
«Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. Dios lo ha exaltado con su diestra, haciéndolo jefe y salvador, para otorgar a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que lo obedecen».

Prohibieron a los apóstoles hablar en nombre de Jesús, y los soltaron. Ellos, pues, salieron del Sanedrín contentos de haber merecido aquel ultraje por el Nombre.

Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.

 

Te ensalzaré, Señor, porque me has librado
y no has dejado que mis enemigos se rían de mí.
Señor, sacaste mi vida del abismo,
me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa.

Tañed para el Señor, fieles suyos,
celebrad el recuerdo de su nombre santo;
su cólera dura un instante;
su bondad, de por vida;
al atardecer nos visita el llanto;
por la mañana, el júbilo.

Escucha, Señor, y ten piedad de mí;
Señor, socórreme.
Cambiaste mi luto en danzas.
Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre.

Yo, Juan, miré, y escuché la voz de muchos ángeles alrededor del trono, de los vivientes y de los ancianos, y eran miles de miles, miríadas de miríadas, y decían con voz potente:
«Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza».

Y escuché a todas las criaturas que hay en el cielo, en la tierra, bajo la tierra, en el mar —todo cuanto hay en ellos—, que decían:
«Al que está sentado en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos».

Y los cuatro vivientes respondían:
«Amén».

Y los ancianos se postraron y adoraron.

En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera:
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo; Natanael, el de Caná de Galilea; los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.

Simón Pedro les dice:
«Me voy a pescar».

Ellos contestan:
«Vamos también nosotros contigo».

Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.

Jesús les dice:
«Muchachos, ¿tenéis pescado?».

Ellos contestaron:
«No».

Él les dice:
«Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis».

La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro:
«Es el Señor».

Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos doscientos codos, remolcando la red con los peces.

Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan.

Jesús les dice:
«Traed de los peces que acabáis de coger».

Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.

Jesús les dice:
«Vamos, almorzad».

Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado.

Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos después de resucitar de entre los muertos.

Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro:
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?».

Él le contestó:
«Sí, Señor, tú sabes que te quiero».

Jesús le dice:
«Apacienta mis corderos».

Por segunda vez le pregunta:
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas?».

Él le contesta:
«Sí, Señor, tú sabes que te quiero».

Él le dice:
«Pastorea mis ovejas».

Por tercera vez le pregunta:
«Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?».

Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez:
«¿Me quieres?»

Y le contestó:
«Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero».

Jesús le dice:
«Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras».

Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió:
«Sígueme».

Que tu resurrección, Señor, aliente nuestra fidelidad

La liturgia de la Palabra propone hoy las lecturas de Hch 5,27b-32.40b-41, Apo 5,11-14 y Jn 21,1-19. El pasaje joánico, que relata la aparición de Jesús junto al lago de Tiberíades, puede dividirse en dos escenas: la pesca milagrosa (v. 1-14) y el encargo de Jesús a Pedro de pastorear su rebaño (v. 15-19).

 

1. Aparición y pesca milagrosa (v. 1-14)

Jesús se aparece a los discípulos a orillas del mar, es decir, el lugar en que un día «se apareció» a unos pescadores galileos para tomarlos consigo y hacerlos pescadores de hombres (cf Mc 1,16-20). La aparición de Jesús resucitado sucede, por tanto, en el mismo lugar de la primera llamada. Después de la tormenta de su pasión, crucifixión y muerte, Jesús resucitado viene para confortarlos, reanimarlos y recordarles la primera vocación, confirmarlos en el amor primero.

a) Es de noche y están sin Jesús
Después de narrar la aparición, el evangelista puntualiza que ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos (v. 14). Por tanto, tenían experiencia de lo que significaba para ellos la presencia de Jesús resucitado: alegría, consuelo, paz. Pero en el momento de esta nueva aparición, vueltos a sus casas en Galilea, se encuentran sin Jesús. El estado anímico de los discípulos sin el Maestro debía de ser de una gran soledad. Aunque se encontraban juntos siete de ellos, con Pedro a la cabeza (v. 2), da la impresión de que sin Jesús conviven en medio de un gran vacío y una profunda soledad y tristeza. Por eso, cuando Pedro dice «me voy a pescar» (v. 3), parece dar a entender que quiere quitarse de encima, pescando, la losa de pesadumbre que pesaba sobre su alma. Pedro no puede soportar la tensión y busca en la pesca un refugio que apacigüe su soledad. «En mi barca -pensaría- estoy a salvo».

A la decisión de Pedro los otros seis discípulos responden «vamos también nosotros contigo» (v. 3), un gesto con el que pretenden mostrar que no quieren dejarlo solo, sino que desean compartir con él estos momentos de desolación. Este detalle de finura y delicadeza de los discípulos con Pedro nos da la clave para entender cómo se vive la amistad y la comunión en la Iglesia: Se comparten los momentos de pena y tribulación, de desalientos y pesares, de desánimos y sufrimientos, de soledades, para llegar a compartir también la dicha y el bien, el gozo y la paz, la esperanza y la alegría, la comunión. En la Iglesia a nadie se le deja solo en medio de la tribulación y las pruebas. En la Iglesia siempre hay alguien que te dice, lleno de solicitud fraternal: «Voy contigo, te acompaño, rezo por ti». En la Iglesia nadie está solo. Dice san Agustín: «Porque, en la Iglesia, los miembros se preocupan unos de otros; y si padece uno de ellos, se compadecen todos los demás, y si uno se ve glorificado, todos los demás se congratulan» (In Iohannem 65,1-3).

Los seis discípulos, precedidos por Pedro, «subieron a la barca, pero esa noche no pescaron nada» (v. 3). Es evidente que la barca es la de Pedro, símbolo de la Iglesia. El evangelista Juan, como buen conocedor de las costumbres de los pescadores galileos, describe muy bien el momento de la pesca, pues, en Palestina, la pesca en el lago de Galilea es más fructífera de noche que de día; además, el pescado que se captura de noche se puede vender más fresco por la mañana. El fuerte laconismo con que Juan describe el resultado decepcionante de la pesca («esa noche no pescaron nada»), pone de relieve el grado de abatimiento y desolación de los discípulos: No sólo no han podido sacudirse la tristeza de encima, sino que la esterilidad del esfuerzo la hace más honda aún. Frustración sobre tristeza. El evangelista, testigo presencial de la escena, ha sabido plasmar de manera muy viva la situación por la que están pasando los discípulos: Es de noche, están sin Jesús y no han pescado nada. ¿Qué más les puede suceder?

b) La presencia de Jesús
El momento de la aparición de Jesús junto a la orilla es cuando ya estaba amaneciendo (v. 4), es decir, la hora en que María Magdalena había constatado los signos de la resurrección (cf Jn 20,1). En el lenguaje bíblico el amanecer es el momento de las intervenciones extraordinarias de Dios (cf Éx 14,24; 19,16). Con esta precisión cronológica el evangelista quiere adelantar el cambio que se estaba operando en el ánimo de los discípulos: La noche está pasando y comienza a amanecer, empieza a despuntar la luz del nuevo día. Con el detalle de que no le reconocieron el evangelista acentúa un rasgo propio de las apariciones: En un primer momento Jesús resucitado no es reconocido por los suyos (Jn 20,14; Lc 24,16). Es un modo de expresar la transformación física que la resurrección ha producido en el cuerpo de Jesús.

Aunque Jesús sabía la respuesta negativa, les pregunta si tienen pescado (v. 5). Jesús, sin embargo, se dirige a ellos con un término que en griego es paidía, muchachos, chicos, que tiene un significado de matiz cariñoso, cercano. Es evidente que la pregunta acrecienta en ellos el sentimiento de fracaso y frustración: Unos avezados pescadores, que conocen el lago como la palma de su mano, vuelven con las redes vacías. La respuesta seca y también lacónica de los discípulos revela su estado de ánimo. Jesús les interpela, y ellos se ven forzados a confesar su pobreza y su desencanto.

Jesús toma la iniciativa y les ordena echar las redes a la derecha de la barca (v. 6). La mención de la parte derecha está justificada porque en la antigüedad el lado derecho era considerado el de la buena suerte (cf Mt 25,33). Con esta petición Jesús les está pidiendo que se fíen de su palabra, porque está revestido de un conocimiento sobrehumano para saber dónde están los peces y un poder sobrenatural para realizar el milagro. Es de destacar la seguridad con la que Jesús afirma que encontrarán los peces. En contra de la costumbre, que aconsejaba faenar de noche, Jesús hará el milagro cuando ya es de día. Por su parte, los discípulos, aunque todavía no han reconocido a Jesús, responden con prontitud y total confianza obedeciendo a su mandato. El resultado es que obtienen una pesca más abundante de lo que podían imaginar. Así son las cosas con Jesús, que sorprende siempre dando más de lo que se puede esperar. ¡Con Jesús todo es superabundancia!

Como en otros relatos de apariciones, Jesús resucitado ha dado un signo que desvela su identidad y señala su presencia poderosa. No en balde es Juan, el discípulo amado, el que identifica el signo, porque el amado sabe reconocer las señales del Amante. Su grito a Pedro: «¡Es el Señor!» (v. 7), muestra que Juan no se equivoca: Una pesca tan abundante sólo puede ser obra de Jesús. Al grito de Juan, Pedro, que estaba desnudo, es decir, con la ropa interior, sin la túnica, responde ajustándose la túnica y echándose al agua para ir al encuentro de Jesús (v. 7). Este gesto de Pedro, decidido, vehemente como es él, pone de manifiesto su plena confianza en el testimonio de Juan y en la certeza de que sólo puede tratarse de Jesús. En el corazón de Pedro arde el intenso deseo de estar con Jesús. La iniciativa de Pedro es secundada por todos los demás, que llevan la barca a la orilla arrastrando las redes (v. 8). También ellos se fían del testimonio de Juan y de la decisión de Pedro, y todos colaboran en arrastrar las redes, porque todas las manos son necesarias.

Cuando llegan a la orilla ven unas brasas con un pez puesto encima y pan (v. 9). Se trata de un gesto de extrema delicadeza por parte de Jesús. Es una invitación del Resucitado a compartir la mesa de la fraternidad y de la comunión con Él y entre ellos. Pero Jesús les pedirá algo más: Que traigan de los peces que han pescado (v. 10), pues los discípulos tienen algo que aportar de su parte. Aunque los peces hayan sido un don de Jesús, les pide que los traigan como algo propio. Jesús no pide nada que no haya dado antes; y los discípulos no pueden aportar nada que antes no hayan recibido. Como de costumbre, Pedro toma la iniciativa y va a la barca para traer la red repleta de peces grandes. Juan especifica que se trata de 153 peces, y que, siendo un gran número, la red no se rompía (v. 11). Desde antiguo se ha interpretado que este número contiene un significado simbólico. San Jerónimo afirma que los zoólogos griegos habían llegado a clasificar 153 clases de peces (In Ez 47,6-12). Esto significa que Juan aludiría a la universalidad y a la diversidad de los hombres a los que los discípulos habrían de evangelizar. Que la red no se rompía se interpreta como símbolo de la Iglesia, que acoge a los hombres de todas las razas, naciones y lenguas, manteniendo su unidad sin desgarrarse.

Cuando Pedro llega a la orilla, Jesús los invita diciendo: «Vamos, almorzad» (v. 12). Una invitación que tiene un profundo significado de comunión, pues en Oriente la celebración de una comida era signo de reconciliación y perdón. Además, los gestos de Jesús (partir el pan y repartirlo a los discípulos) recuerdan la cena de la noche de Pascua.

 

2. El encargo de pastorear el rebaño de Cristo (v. 15-19)

Terminada la comida, Jesús entabla un diálogo personal con Pedro. La escena parece pensada como la contrapartida a las negaciones de Pedro (Jn 18, 12-27). En el desarrollo del diálogo el evangelista recoge varios detalles que ponen de relieve la delicadeza y el trato entrañable que Jesús tiene con Pedro. En primer lugar, se dirige a él por su nombre propio (Simón), no con el sobrenombre que le había impuesto en cuanto cabeza de la Iglesia (Pedro). Jesús habla con el Simón que había conocido a la orilla del lago, que se había fiado de Él y le había seguido sin condiciones (cf Mc 1,16-20). Además, lo llama «hijo de Juan», recordando sus humildes raíces familiares. En segundo lugar, las tres preguntas sobre si Pedro le ama están formuladas con dos verbos diferentes: las dos primeras con el verbo agapáo (amar) y la tercera con el verbo filéo (querer). Pedro contesta que le quiere y apela al conocimiento que Jesús tiene acerca de él, de lo que hay en su corazón: «Tú sabes que te quiero». Sin embargo, la respuesta a la tercera pregunta va precedida de una cierta incomodidad por parte de Pedro («se entristeció que le preguntara por tercera vez»), y por eso pone un énfasis especial en decir que Jesús lo conoce todo. La triple sincera respuesta de Pedro la acoge Jesús proponiéndole el pastoreo de su rebaño. El triple encargo de Jesús de que cuide de su rebaño de corderos y ovejas, es la señal con la que le muestra su perdón y le ratifica en el ministerio que le había encomendado: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). Pedro ha quedado rehabilitado: Su corazón, herido por la triple negación, queda restaurado por la triple confesión de amor, que Jesús acepta con delicadeza.

San Efrén hace una comparación muy bella entre las dos escenas de la triple negación y de la triple confesión: «Durante la noche Simón le negó, pero durante el día le confesó. Junto a un fuego de brasas le negó, y cerca de un fuego de brasas le confesó. La tierra fue testigo de su negación, y el mar y la orilla lo fueron de su confesión. A causa de su lengua que se había extraviado y le negó, se sometió al yugo y maltrató sus espaldas sobre la cruz; pidió y obtuvo ser crucificado cabeza abajo» (Comentario del Diatessaron XX,14).

El encargo que Jesús le da queda explicitado por el uso de dos verbos: poimaíno, pastorear, cuidar del rebaño, y bósko, apacentar, alimentarlo. Pedro tendrá que pastorear el rebaño buscando los mejores pastos. Pero Jesús deja claro a Pedro que será pastor de corderos y ovejas que no son suyos, sino que los ha de acoger como un don. Para llevar a cabo su misión Pedro tendrá que configurarse con el modelo de Jesús, Buen Pastor, que da la vida por sus ovejas (Jn 10).

El diálogo se cierra, por una parte, con unas palabras de Jesús que son como una profecía de la muerte que espera a Pedro, y, por otra, con una invitación a seguirle hasta el final. Una invitación que Pedro hace suya con todas las consecuencias.

San Agustín hace una acertada aplicación de este pasaje a la vida de todo cristiano: «Cuando se lee esta lectura, cada cristiano sufre el interrogatorio en su corazón. En consecuencia, cuando escuchamos al Señor que dice: ‘Pedro, ¿me amas?’, piensa en él como en un espejo y mírate. Pues ¿qué es Pedro sino una figura de la Iglesia?» (Sermón 229).

 

Que santa María nos alcance la gracia de confesar nuestro amor a su Hijo.
¡FELIZ DOMINGO!

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