La liturgia de la Palabra propone hoy las lecturas de Hch 5,12-16, Ap 1,9-19 y Jn 20,19-31. El relato de Jn, la aparición de Cristo Resucitado a los apóstoles, se puede dividir en dos escenas: la aparición sin Tomás (v. 19-25) y la aparición con Tomás (v. 26-29). Estas dos apariciones pueden considerarse como las apariciones de los dones que trae el Resucitado.
1. La aparición sin Tomás
La descripción que el evangelista hace de la atmósfera que se respira en la casa de los apóstoles es un verdadero acierto narrativo. El primer detalle elocuente es que se trata del anochecer, la caída de la tarde, con lo que eso conlleva de ambiente de oscuridad, de aspecto sombrío. El segundo detalle es que estaban con las puertas cerradas, lo que ahonda aún más el clima asfixiante en que viven los apóstoles. El tercer detalle es que estaban así por miedo, lo que lleva consigo de angustia y ansiedad por ver su vida amenazada. En ese ambiente irrespirable se aparece el Resucitado.
a) El don de la paz
El don de la paz es el primero y el que abre la puerta a los demás. En el relato, incluyendo la escena de Tomás, Jesús se presenta diciendo tres veces: “La paz a vosotros” (en hebreo Shalom lajem), que no es tanto un simple saludo cuanto un don que Jesús resucitado les trae. Conforme a su origen hebreo, shalom no significa primeramente ausencia de guerras o conflictos, sino un estado de plenitud, satisfacción, felicidad máxima. En unos momentos como los que los apóstoles están viviendo de zozobra, inquietud y turbación, Cristo resucitado les trae el don de la paz, que es serenidad, felicidad plena. Y se la da en plural, como colectivo, porque constituyen una comunidad y una fraternidad. A su vez, ellos serán en adelante portadores de la paz del Resucitado viviendo en comunión con Él y entre sí.
b) El don de las llagas
Jesús les muestra (las llagas de) las manos y el costado, para hacerles comprender la identidad que existe entre el Crucificado y el Resucitado. Se las muestra para darles la oportunidad de contemplarlas, pues, salvo Juan, que permaneció junto a la cruz, no tuvieron ocasión de verlas cuando Jesús fue crucificado. Mostrarles las llagas fue un gesto de misericordia infinita por parte de Cristo, pues con ello quería reconciliarlos consigo. Si el miedo y la cobardía les hicieron huir de su lado, privándoles de poder contemplarlas en la cruz, ahora la paz del Resucitado les devuelve la quietud de corazón que les permite contemplarlas experimentando el perdón que les regala. Sus manos y su costado siguen abiertos como signo del derroche de su misericordia entrañable. Dice san Agustín: «Cristo nos dejó sus heridas, para curar las nuestras». Un pensamiento muy cercano del que aparece en 1Pe 2,24: «Él llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño… Con sus heridas fuisteis curados». El Resucitado restauró en los apóstoles la herida que había dejado en ellos el pecado de cobardía que los indujo a abandonarlo cuando más los necesitaba.
c) El don de la alegría
La contemplación de las llagas ha traído la reconciliación que devuelve a los apóstoles la alegría que habían perdido: «Vieron al Señor y se alegraron» (v. 20). El evangelista usa el verbo horáo, que significa ver en profundidad, dando a entender que vieron más allá de la apariencia física, que pudieron captar el misterio del Resucitado. Esa mirada en profundidad queda corroborada por el detalle de que vieron al Kyrios, al Señor, es decir, no al Jesús terreno, sino al Jesús que ahora aparecía con la gloria que tenía como Dios. La visión del Resucitado provoca en ellos una alegría que les saca de su estado de postración, desaliento y miedo. Paz y alegría son dos grandes dones del Resucitado que están estrechamente unidos.
d) El don del envío
Después de darles de nuevo la paz, el Resucitado les regala el don de enviarlos: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (v. 21). En cierto modo, el envío significa que Cristo les abre las puertas de la casa que habían cerrado por miedo, les hace salir al mundo ensanchando los límites estrechos en los que hasta ahora estaban viviendo. Las puertas cerradas eran como una señal del encierro interior en que se encontraban, y Jesús viene a abrirlas de par en par. Pero enviarlos es también un gesto de misericordia, pues los confirma en la elección y en el primer envío (cf Mt 10,5-42). De hecho, en una de las apariciones a las mujeres se les pide que vayan a Galilea, donde todo había comenzado (cf Mt 28,10). Jesús resucitado no tiene su mirada anclada en el pasado, ni quiere que sus discípulos miren hacia atrás con nostalgia, sino que los lanza a vivir en un futuro prometedor e ilusionante. Con este gesto Cristo muestra que sigue teniendo plena confianza en ellos, que no se arrepiente de haberlos escogido ni se desdice de sus promesas. No les reprocha su deserción, ni les recrimina su cobardía, ni les echa en cara que le hayan abandonado en los momentos más críticos. Al contrario, les confirma en el envío confiándoles una misión nueva: Ahora serán testigos de su resurrección.
Para entender bien la misión que les encomienda conviene saber el papel que desempeñaba un enviado, un shaliaj, en el ámbito jurídico judío. El principio que garantizaba su tarea se formulaba de este modo en el Talmud: «El shaliaj de un hombre es como el hombre mismo» (Qidushin 41). Esto significa que un enviado gozaba de poderes para realizar gestiones en nombre de quien lo enviaba, por ejemplo, para concertar un matrimonio (cf Gén 24; Qiddushin 41). El enviado era como el alter ego de quien lo enviaba: El enviante se hacía presente en la persona del enviado. Sobre todo en el evangelio de Juan (c. 8) Jesús habla de sí como el enviado (shaliaj) del Padre. Y en una ocasión dice a Felipe: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9). Ahora el Resucitado anuncia que los apóstoles son confirmados para que sean su presencia en medio de los hombres.
e) El don del Espíritu Santo
Un detalle a tener en cuenta en esta aparición es la novedad de que está presente el Espíritu Santo. Si el don anterior hablaba del Padre, con este don se completa la presencia de la Trinidad: La misión encomendada por Cristo a los discípulos sólo podrán llevarla a cabo con el Espíritu Santo. Es significativo que el don del Espíritu está expresado con el mismo verbo que se usa en Gén 2,7 para decir que Dios insufló su Espíritu, su aliento de vida, en el barro de Adán y éste se convirtió en un ser vivo. Ahora, el Resucitado insufla en los apóstoles el soplo de su Espíritu para hacer de ellos nuevos Adán, imagen de una nueva humanidad portadora de la vida del Espíritu, portadora de la vida del Resucitado. Además, Cristo se dirige a ellos diciendo: «Recibid», en plural, pues el Espíritu crea la comunión entre ellos. La vida nueva, participación de la vida en el Espíritu, sólo puede ser vivida en comunión. La comunión, la koinonía, será el gran fruto de la resurrección de Jesús y del don del Espíritu, que provocará el asombro de la gente: lo tenían todo en común y vivían en comunidad (cf Hch 2,44; 4,32).
f) El don del perdón y la misericordia
El Espíritu que los apóstoles han recibido les capacita para ser portadores del perdón y de la misericordia del Resucitado. Si Jesús había sido entregado por el Padre para el perdón de los pecados, ahora Él entrega a los apóstoles para que sean portadores eficaces del perdón. Y el perdón transforma a los hombres en nuevos Adanes que han recuperado la imagen de Cristo, nuevo Adán.
g) El don de la valentía
Aunque no expresado de manera explícita, el don de la valentía, la parresía griega, se puede deducir porque es la consecuencia final de los dones anteriores y como el sello de esta aparición. A partir de ahora, los apóstoles recobran el ánimo y pierden el temor para salir al mundo y dar testimonio de la resurrección de Jesús; y serán portadores de su misericordia y de su Espíritu, imágenes de una humanidad nueva.
2. La aparición con Tomás
Es importante tener en cuenta que el evangelista ha querido subrayar la situación de incredulidad en la que se encuentra Tomás; por más que le insisten los otros apóstoles, él permanece en una posición que podría llamarse de dureza de mente y de corazón: No da crédito al testimonio de sus ¡diez amigos!, cuando, según el derecho judío, habría bastado con el testimonio de dos. Debía parecerle todo demasiado fantasioso. Como les había pasado antes a ellos, también a Tomás la resurrección de Jesús le resultaba difícil de creer. Sin embargo, en su incredulidad mostraba un gran deseo en su corazón: Tocar la carne de Jesús. Como dice san Basilio, «cierra los oídos y quiere abrir el corazón. Le quema la impaciencia». En cierto modo se puede decir que la incredulidad de Tomás «fuerza» a Jesús a tener que aparecerse de nuevo. Y Tomás, que no había estado presente en la aparición de los siete dones, no se verá privado de ellos. Éstos son los dones del Resucitado para Tomás.
a) El don de tocar las llagas
A diferencia de sus amigos Tomás gozará de un privilegio que no habían tenido ellos: Tocar la carne resucitada de Jesús, hundir su dedo en la llaga de las manos y su mano en la llaga del costado. También con él, y más que con los demás, el Resucitado tuvo un gesto de misericordia aún mayor. Jesús le dice: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado» (v. 27). En esas palabras se esconde una delicada invitación de Jesús para que Tomás tome la iniciativa con entera libertad. En este caso, se trataba de un gesto de la exquisita condescendencia con la que Jesús aceptaba las exigencias que Tomás había puesto para creer en la resurrección. Y con la fe renovada de Tomás, brota de nuestro corazón la súplica que hemos aprendido en la contemplación del Anima Christi: «Oh Jesús mío, dentro de tus llagas, escóndeme».
b) El don de la fe
Los apóstoles dijeron a Tomás que habían visto al Señor, y Tomás, por su parte, había puesto como condición para creer ver las llagas en sus manos y en su costado e incluso tocarlas. Una vez que las había visto y tocado reconoce también al Resucitado, al que llama «¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). Cristo Resucitado ha utilizado una sabia pedagogía con Tomás: A través de su carne resucitada, Cristo le ha llevado a la confesión de fe en su divinidad. Con su exquisita sabiduría Jesús ha arrancado de Tomás un humilde, pero grandioso, acto de fe. Ha sido un momento breve pero intenso, cargado de una fuerte y gozosa emotividad ante la expectación y el asombro de los demás.
c) El don de ser maestro de oración
Con su emocionada confesión de fe, que ha brotado de lo más profundo de su corazón, Tomás ha dejado a la Iglesia unas palabras que constituyen un verdadero modelo de oración: «¡Señor mío y Dios mío!». Es la oración que brota del corazón del creyente en el momento de la contemplación del Cuerpo y de la Sangre de Cristo después de la consagración eucarística. Después de su incredulidad inicial Tomás ha llegado a ser por la misericordia del Resucitado ¡maestro de oración! Ha hecho un camino desde la humildad para poder enseñar con humildad. Cristo Resucitado ha hecho a su Iglesia en Tomás el gran regalo de un maestro de oración. «Señor mío y Dios mío» es sin duda la oración más breve que se conoce, pero con ella Tomás sigue engendrando hijos para la fe en Cristo Resucitado.
d) El don de la última bienaventuranza
Cuando aquella luminosa mañana en el monte junto al lago de Galilea Jesús pronunció las Bienaventuranzas (cf Mt 5,3-12), no las dijo todas, sino que se dejó reservada una hasta ahora: «Bienaventurados los que crean sin haber visto» (v. 29). Ha sido necesaria la incredulidad inicial de Tomás, acompañada de un gran deseo, para que la Iglesia conociera que esta última bienaventuranza estaba destinada a todos los que habrían de creer después sin tener la oportunidad de verle ni tocarle. Tomás ha sido el instrumento y, en cierto modo, el origen, de esta bienaventuranza para los demás. ¡Feliz incredulidad que ha merecido tal don!
¡Santo Tomás, ruega por nosotros!
¡FELIZ DOMINGO DE LA DIVINA MISERICORDIA!