La liturgia de la Palabra propone hoy las lecturas de Is 43,16-21, Flp 3,8-14 y Jn 8,1-11. El pasaje evangélico corresponde a la escena de la mujer adúltera.
1. El contexto de la escena (v. 1-2)
Dos detalles son dignos de destacar en la presentación de la escena de la adúltera. Por una parte, Juan dice que Jesús se retiró al monte de los Olivos, detalle que concuerda con Lc 21,37-38, donde se dice que Jesús pasaba la noche, y con Lc 22,39, que afirma que Jesús tenía la costumbre de ir al monte de los Olivos. El segundo detalle es que Jesús, también conforme a su costumbre, madruga para ir al atrio del templo para enseñar, sentado, como corresponde a un Maestro con autoridad, al pueblo que acudía para escucharle.
2. La escena de la adúltera (v. 3-11)
a) La actuación de los escribas y fariseos (v. 3-6a)
Mientras Jesús está enseñando, unos fariseos y escribas le traen una mujer casada que ha sido sorprendida en adulterio. Según Dt 19,25, se necesitaba el testimonio de dos testigos sin contar el del marido para acusar a una adúltera. La colocan en medio, conforme a la costumbre legal (cf Hch 4,7), delante de Jesús y, apelando a la ley de Moisés (Lev 20,10; Dt 22,22), que prescribía la muerte de la adúltera, le preguntan qué piensa acerca de qué hacer. Cuando se dirigen a Jesús lo llaman «maestro», pero no porque acepten su magisterio, sino porque, como el evangelista Juan explica en un paréntesis, pretenden tenderle una trampa para desacreditar su enseñanza y poder acusarlo (v. 6). Para entender por qué se trata de una trampa hay que contar con el hecho de que los que traen a la mujer no la llevan para juzgarla, sino que van de camino para ejecutar la sentencia tras el juicio. La trampa está muy bien urdida: Si Jesús dice que no debe morir, se opone a la ley de Moisés, y de este modo podía acarrearse la hostilidad de la gente; si dice que hay que ejecutarla, perdería la aureola de bondad, mansedumbre y misericordia que se había ganado entre el pueblo.
b) Los gestos de Jesús (6b-11)
Jesús no da una respuesta inmediata, sino que guarda silencio y, realizando una acción simbólica de tipo profético, desconcertante, se inclinó y escribió algo en el suelo con el dedo (v. 6b). Mucho se ha especulado sobre lo que Jesús habría escrito. Algunos piensan que no habría escrito un texto, sino dibujado unos garabatos, como para tomar tiempo y calmar los ánimos exaltados de los acusadores, o para darse tiempo para pensar, o con su silencio provocar un climax dramático más intenso. Otros piensan que era el modo como Jesús expresaba su negativa a formular un juicio (cf Jn 8,15). Entre los que piensan que Jesús escribió palabras hay quienes, siguiendo una tradición que se remonta a san Jerónimo (Contra Pelagio 2,17), defienden que, tomando pie de Jer 17,13: «Los que se apartan de ti serán inscritos en el polvo», escribió los pecados de los acusadores. Otros creen que escribió el texto de Éx 23,1b: «No te confabules con el culpable para testimoniar en falso». Cabe también la posibilidad de que escribiera las palabras de Ez 33,11a: «Yo no me complazco en la muerte del malvado» (cf 18, 23a). Como insistían en preguntarle, les contestó con una apelación directa: «El que de vosotros esté sin pecado, que le tire la primera piedra» (v. 7). Y siguió escribiendo, quizás la segunda parte de Ez 33,11: «(Me complazco) en que el malvado se arrepienta y viva» (cf 18,23b).
La reacción de los acusadores, que comienzan a marcharse uno tras otro, empezando por los más viejos (v. 9), pone de relieve el acierto de las palabras de Jesús, pues ellos se consideraban justos, con derecho a ejecutar a la adúltera, sin darle la oportunidad de arrepentirse y salvarla, pero sus vidas dejaban mucho que desear. Ellos habían dictado la sentencia de muerte contra la mujer, pero en las palabras de Jesús habían entendido su propia sentencia de muerte, pues reconocían que eran pecadores, probablemente adúlteros. Los acusadores se convierten en acusados. La observación de que «se marcharon comenzando por los más viejos», es una muestra de fina ironía por parte del evangelista. Los más ancianos, en efecto, son los que tienen mayores motivos para avergonzarse, pues han acumulado más pecados a lo largo de su vida. El joven Daniel, convertido en juez, dice al primero de los falsos acusadores de Susana: «¡Envejecido en días y crímenes!» (Dan 13,52).
Después que todos se marcharon, el evangelista precisa que se quedó solo Jesús y la mujer que estaba en medio. San Agustín muestra una vez más la agudeza de su genio literario y teológico al describir la escena: Relicti sunt duo, misera et misericordia, «quedaron los dos, la mísera y la misericordia» (In Johannem XXXIII,5). Jesús se levantó y, sin duda mirando a la mujer a los ojos con la mirada de misericordia que le era propia (cf Mc 6,34; Lc 22,61), le preguntó: «Mujer, ¿dónde están (tus acusadores)?, ¿ninguno te ha condenado?» (v. 10). Es muy probable que Jesús le hiciera estas preguntas no tanto porque no se diera cuenta de que todos se habían marchado sin condenarla y sin llevar a cabo la ejecución, sino para hacer caer en la cuenta a la mujer de la hipocresía de sus acusadores. A lo que ella contestó: «Ninguno, Señor» (v. 11a). Una adúltera le llama «Señor», porque siente gran respeto hacia Jesús, y, porque reconoce su señorío, se queda esperando su decisión, consciente de que su vida depende de Él. Al informarle de que todos se han ido, la mujer le confirma lo que Jesús ya sabía: Que los hipócritas se desvanecen como el humo cuando quedan al descubierto. La respuesta que le da Jesús: «Tampoco yo te condeno, vete, y en adelante (griego: apo tou nyn, desde ahora) no peques más» (v. 11b), encierra una doble enseñanza. Por una parte, el perdón que Jesús ofrece es oferta de la misericordia de Dios que no quiere la muerte del pecador. Jesús ha venido para sanar al que está herido y dar vida al que está muerto. «Desde ahora» comienza para ella una nueva vida. Por otra parte, está la decisión que corresponde al pecador: «En adelante no peques más» (v. 11b). Aceptar el perdón conlleva el arrepentimiento sincero y el propósito firme de no volver a pecar y separarse de la ocasión de pecado. No se puede aceptar el perdón y, al mismo tiempo, convivir en situación continua de pecado. Desde ahora comienza para ella una nueva etapa de su vida, que conlleva una toma de conciencia para un cambio de conducta. Una experiencia semejante de gracia y conversión fue la que vivió la samaritana con Jesús. El diálogo con Jesús le llevó a reconocer su pecado y a un cambio radical de vida (Jn 4).
Que María, Madre de la misericordia, nos alcance el don de reconocernos pecadores para alcanzar la misericordia de su Hijo.
¡FELIZ DOMINGO!