La liturgia de la Palabra propone hoy las lecturas de Dt 6,2-6, Heb 7,23-28 y Mc 12,28-34. El pasaje de Marcos tiene paralelos en Mt 22,34-40 y en Lc 10,25-28, en un pasaje que tiene ciertos rasgos comunes con el del joven rico.
1. El primer mandamiento
Tras la polémica que Jesús ha mantenido con unos saduceos acerca de la resurrección de los muertos, se le acerca un escriba para preguntarle su opinión sobre cuál es el primer mandamiento de todos (v. 28). A diferencia de otras ocasiones, el escriba no pregunta para tentar a Jesús, sino que le mueve un interés sincero. Para entender la pregunta del escriba hay que tener en cuenta que saber cuál es el primer mandamiento era una cuestión muy discutida entre las diferentes escuelas rabínicas. Y esa preocupación se comprende aún mejor si se considera que a lo largo del tiempo los maestros de Israel habían llegado a establecer 613 mandamientos a partir de la Torah. Los mandamientos se dividían en dos tipos: 248 positivos, los mismos que los miembros del cuerpo humano; y 365 negativos, tantos como los días del año solar. Según la interpretación de Rabí Yehudá bar Simón, cada miembro del cuerpo le pide al hombre que cumpla ese mandamiento por medio de él (Sal 35,10: «Todos mis huesos dirán: Señor, ¿quién como tú?»); y cada día dice al hombre que no cometa la transgresión sirviéndose de él. En su respuesta al escriba Jesús no menciona el Decálogo, sino que cita el Shemá, la oración que contiene la confesión de fe esencial de Israel, conforme a Dt 6,4-5: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, el Señor es uno. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu fuerza» (v. 29-30). La expresión «amar a Dios con todo el corazón (hebreo, leb; griego, kardía) y con toda el alma» (hebreo, néfesh; griego, psyjé) es muy frecuente en el libro del Deuteronomio (4,29; 10,12; 11,13, etc.). Pero, según el texto de Mc, al corazón, el alma y la fuerza Jesús añade: «y con toda tu mente». Con estas cuatro dimensiones del ser humano Jesús quiere decir que el amor a Dios ha de abarcar a toda la persona. No hay nada de la persona que pueda quedar al margen del amor. Por otra parte, «con toda tu fuerza» (hebreo, meod; griego, dynamis) era interpretado en algunas escuelas rabínicas como «con todos tus bienes». ¿Por qué puede pedir Dios a Israel un amor así? La predicación de los profetas es unánime: el amor a Dios por parte de Israel es la respuesta a la alianza con la que Dios se ha comprometido con su pueblo: «Con amor eterno te amé» (Jer 31,3; cf Is 43,4; 54,8; Os 11,1; Mal 1,2). Dios ha sido el primero en amar a Israel. Y lo que se dice de Israel se aplica también a todos los hombres, pues el amor de Dios no se ha quedado encerrado en los estrechos límites de esa tierra. Dice san Alfonso María de Ligorio: «¿Por ventura Dios no merece todo nuestro amor? Él nos ha amado desde toda la eternidad. Considera, oh hombre -así nos habla-, que yo he sido el primero en amarte. Aún no habías nacido ni siquiera existía el mundo, y yo ya te amaba. Desde que existo, yo te amo» (Tratado sobre la práctica del amor a Jesucristo, p. 9). Esto significa que somos amados por Dios desde la eternidad (ab aeterno) y para la eternidad (in aeternum): así es como Dios ama. Dios ha querido enseñarnos que hemos sido creados porque hemos sido amados y para que, amados, amemos. «Amor saca amor», afirmará santa Teresa de Jesús (Libro de la vida 22,14).
2. El segundo mandamiento
De manera sorprendente, como en otras ocasiones, Jesús añade a su respuesta algo por lo que el escriba no le había preguntado: «el segundo (mandamiento) es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (v. 31). Para un judío piadoso el segundo mandamiento, conforme al Decálogo, sería «no tomarás el nombre de Dios en falso», pero Jesús, sirviéndose de Lev 19,18, afirma que el amor al prójimo es como la otra cara de la moneda del amor a Dios. Ambos amores son inseparables. En su primera carta el Apóstol Juan desarrolla de manera insuperable la intrínseca unión que existe entre el amor a Dios y el amor al prójimo. Sin embargo, hay que tener en cuenta algunas precisiones. Por una parte, Jesús dice que uno, el amor a Dios, es el primero y principal, y que el otro, el amor al prójimo, es segundo, es decir, que el primero hace posible el segundo, lo origina. El amor a Dios es la fuente de la que mana el amor al prójimo. Es verdad que la tradición judía tenía en gran estima el precepto del amor al prójimo. Así lo enseñaba, Rabí Aqiba: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo; éste es el principio general más importante de la Torah» (Sifrá a Lev 19,18). Sin embargo, hay que tener en cuenta que para la mentalidad judía el prójimo es el compatriota, el perteneciente al pueblo de Israel. Pero, cuando un escriba le pregunta «¿quién es mi prójimo?», Jesús pronuncia la parábola del buen samaritano, en la que un extranjero (samaritano) se encuentra con un herido judío, por tanto, un enemigo, y lo atiende tratándolo como prójimo. Jesús cierra la parábola con este consejo al escriba: «Ve y haz tú lo mismo» (cf Lc 10,25-37). Jesús se separa del pensamiento tradicional judío y enseña una novedad: todo hombre es prójimo de otro, incluso aunque sea un enemigo. Por otra parte, ¿qué significa amar al prójimo como a sí mismo? Amarse a sí mismo responde al principio elemental de la ley natural inscrita en el corazón del hombre de cuidarse, de buscar el propio bien, lo que no necesariamente es egoísmo. Como dice san Pablo, «nadie odia su propia carne» (Ef 5,29), pues sería absurdo. De ese modo, amar al prójimo lleva implícita la exigencia de querer para él lo que se quiere para uno mismo. Se trata de la llamada «regla de oro», que puede enseñarse de modo negativo, como hacía Rabí Hillel: «No hagas a otro lo que no querrías que te hagan a ti» (b. Shabbat 31; Tob 4,15a), o de manera positiva, como hace Jesús: «Todo lo que deseáis que los demás hagan con vosotros, hacedlo vosotros con ellos» (Mt 7,12; Lc 6,31). También puede expresarse de modo más simple: «Quiere para los demás lo que quieres para ti». Este principio, además, protege contra la tentación de la envidia, que induce a desear para sí los bienes del prójimo e incluso a estar triste por el bien ajeno.
3. La reacción del escriba
Ante la novedosa enseñanza de Jesús el escriba responde no de manera polémica, como sucede en ocasiones anteriores con otros escribas, sino de manera positiva, haciéndola suya. Además, el escriba no se contenta con repetir la enseñanza que acaba de escuchar de labios de Jesús sino que añade unas palabras muy significativas: que amar a Dios y al prójimo «vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (v. 33). Estas palabras recuerdan de cerca la predicación de los profetas que fustigaban la hipocresía de quienes creían amar a Dios porque realizaban ciertos sacrificios o ayunos, pero dejaban a un lado o, incluso, despreciaban, el mandamiento del amor al prójimo (cf Is 1,10-16; Am 5,21; Os 6,6). Con este modo de hablar el escriba parece desmarcarse de la férrea tradición farisea. La afirmación del escriba, por una parte, sorprende a Jesús y, por otra, le alegra, pues le despide dirigiéndole una alabanza: «No estás lejos del Reino de los cielos» (v. 34). En el escriba Jesús ha encontrado un corazón bien dispuesto para acoger el Reino de Dios practicando el doble mandamiento del amor.
Que la Virgen María nos ayude a vivir respirando con los dos pulmones del amor. ¡FELIZ FIESTA DE TODOS LOS SANTOS! ¡FELIZ DOMINGO!