La liturgia de la Palabra propone hoy las lecturas de Sab 7,7-11, Heb 4,12-13 y Mc 10,17-30. El relato de Mc tiene paralelos en Mt 19,16-29 y Lc 18,18-30. El pasaje evangélico puede dividirse en tres partes: el encuentro con el hombre rico (v. 17-22), el dicho de Jesús sobre el peligro de las riquezas (v. 23-27) y el dicho sobre la recompensa al desprendimiento (v. 28-30).
1. El encuentro con el hombre rico
Tras la escena en la que bendice a unos niños (cf Mc 10,13-16), Jesús se pone de nuevo en camino con los discípulos. En ese momento se le acerca un hombre (según Mt 19,20, «un joven»; según Lc 18,18, «uno de los principales») para preguntarle sobre qué ha de hacer para heredar la vida eterna (v. 17). Varios detalles hay que destacar en el modo de presentarse este personaje ante Jesús. En primer lugar, lo hace corriendo, lo que pone de relieve el fuerte deseo que hay en su corazón por buscar a Jesús; una gran inquietud acuciaba su corazón, que hasta entonces no había encontrado respuesta. También Zaqueo corrió a subirse a un sicomoro para esperar la llegada de Jesús, movido por un vivo deseo de verle (cf Lc 19,4). En segundo lugar, se arrodilló ante Jesús, lo que manifiesta no sólo un gran respeto, sino también un gesto de veneración hacia Jesús. En tercer lugar, se dirige a Él llamándole «Maestro bueno», un calificativo que va más allá de un simple título de respeto. En su respuesta, que suena como «nadie es bueno, sino uno solo, Dios» (v. 18), Jesús alude a la fórmula del Shemá: «Escucha. Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo» (Dt 6,4). De ese modo, Jesús afirma que la bondad es una cualidad esencial de Dios (cf Sal 86,5). «Ser bueno en sumo grado es exclusivo de Dios» (Gregorio Nacianceno, Discurso teológico 30,13). Y nadie puede arrogarse esa cualidad. En labios de este personaje anónimo, el modo de dirigirse a Jesús muestra la sinceridad de su pregunta y su interés por conocer la respuesta de quien considera a Jesús como alguien investido de una gran autoridad. En el diálogo que se entabla entre Jesús y el hombre se pueden distinguir dos momentos: lo necesario para heredar la vida eterna y la invitación a encontrar la felicidad siguiendo a Jesús.
a) Lo necesario para heredar la vida eterna.
A la pregunta de su interlocutor Jesús responde enumerando cinco mandamientos del Decálogo, cuatro en forma negativa: «no…» (Éx 20,13-16; Dt 5,17-20), y un quinto en forma positiva: honrar padre y madre (Éx 20,12; Dt 5,16), y a los que añade uno más, no contenido en el Decálogo: «No estafarás (o no defraudarás)», que remite a Dt 24,14, que viene a significar: «No retendrás» (el salario convenido; Lev 19,13). Mt 19,19, por su parte, añade: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18). Llama la atención que Jesús no haya mencionado el primer mandamiento («amarás a Dios»), pero lo da por implícito y se ciñe a los mandamientos que se relacionan con el comportamiento respecto al prójimo y que tienen que ver con la forma de vida del hombre, del que se dirá que es rico. La respuesta de este rico pone de relieve que es un hombre piadoso, que ha guardado los mandamientos con fidelidad, que, por tanto, no ha adquirido la riqueza de manera ilícita (no ha robado, ni defraudado) y que su fortuna no le ha llevado a una vida disoluta (no ha cometido adulterio).
b) La invitación de Jesús a seguirle.
La sincera respuesta del rico provoca una reacción de simpatía y afecto de parte de Jesús. Marcos lo señala con una doble observación: «Jesús, fijando su mirada en él, lo amó» (griego, emblépsas egápesen; v. 21). Mirada y amor de benevolencia son gestos propios de Jesús, que ha apreciado en este hombre un deseo verdadero de buscar la felicidad de la vida eterna. Los ojos de Jesús reflejan todo el ardor de su amor compasivo. Quizás porque intuye la negativa a la invitación que le hará. Jesús le propone un camino que le garantiza y le adelanta la felicidad de la vida que anhela. Si ha guardado todos los mandamientos, le queda una sola cosa por hacer. No se trata de cumplir un mandamiento más, sino de tomar una rápida decisión que le compromete a cambiar el rumbo de su vida: «Ve, vende todo lo que tienes y (lo que obtengas) entrégalo a los pobres» (v. 21). Jesús le invita a pasar de la vida según la Ley de Moisés a la vida según el Evangelio del Reino. Para animar en el hombre la decisión Jesús utiliza un juego de ideas de corte paradójico que encierra una promesa: venderlo todo y entregar su precio a los pobres le reportará adquirir un tesoro (incalculable) en el cielo. Entregando su riqueza a los pobres se hará pobre en este mundo, pero será rico en la vida eterna. Después de hacer eso, estará preparado para aceptar la invitación que Jesús le hace y que confirma la promesa de la felicidad que busca: «Luego, ven, sígueme» (v. 21). Seguir a Jesús conlleva en sí una felicidad que sobrepasa el simple deseo de la herencia eterna. Seguir a Jesús compartiendo su (estilo de) vida, es participar ya de la herencia eterna. La reacción del rico la describe Marcos de manera muy gráfica mediante dos verbos griegos. El primero es stygnadso, que significa estar sombrío, abatido, con un gesto que se manifiesta en el rostro: fruncir el ceño (como enfadado), cariacontecido, contrariado; el segundo es lypéo, estar en profunda tristeza, afligirse. Los dos verbos unidos reflejan muy bien el estado de ánimo del rico, que no esperaba una propuesta tan radical por parte de Jesús. Habría esperado que la cosa que le faltaba fuera cumplir un mandamiento más asequible; pero Jesús le ofrecía una invitación que desbarataba sus planes de vida. Siempre resulta más fácil cumplir un mandamiento que entregar la vida. El modo como el rico se aleja contrasta fuertemente con los gestos con que se había acercado a Jesús: corriendo, arrodillándose y reconociéndole como un Maestro con una autoridad especial. El hombre, poseedor de una gran fortuna en tierras o haciendas (griego, ktémata), se alejó cargado con su riqueza y su tristeza, pero despojado de alegría, sin Jesús. Jesús le propuso que le siguiera por un camino de libertad, pero el joven prefirió alejarse de Él para seguir atado a sus bienes. San Agustín comenta: «Aquel hombre se fue triste de allí con las ataduras de sus concupiscencias; se fue de allí triste, llevando sobre sus hombros el peso abrumador de la avaricia» (Tratado sobre el Evangelio de Juan 34,8). Fue libre para elegir ser esclavo de su riqueza. Jesús, la Sabiduría encarnada de Dios, le ofrecía un tesoro más precioso que sus riquezas, pero él lo despreció.
2. El peligro de las riquezas (v. 23-27)
Jesús aprovecha el momento para hacer una afirmación cargada de pesadumbre: la dificultad para entrar en el Reino de Dios a los que están apegados a las riquezas (v.23-24). Pero Jesús no dice que sea imposible que un rico entre en el Reino, sino que es difícil, y usa una imagen de tipo hiperbólico: es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de los cielos (v. 25). Hay que tener en cuenta que el camello (en hebreo, gamal; griego, kámelos) era el animal más grande de la fauna de Israel. En el Talmud de Babilonia hay un dicho muy semejante sobre lo imposible que es que un elefante pase por el ojo de una aguja (b. Berajot 55b). Con la hipérbole Jesús pretende resaltar lo que es absurdo o imposible desde el punto de vista humano, en contraste con el poder de Dios. Ante las palabras de Jesús los discípulos reaccionan espantados: «Entonces, ¿quién puede salvarse?» (v. 26). La respuesta de Jesús, precedida de una mirada semejante a la que dirigió al rico (verbo griego periblépo, mirar alrededor), ayuda a calmar la incertidumbre de los discípulos: la salvación, que resulta imposible para los hombres, es obra de Dios. Las palabras de Jesús están construidas en paralelismo antitético: «Para los hombres es imposible, pero no para Dios, pues para Dios todo (es) posible» (v. 27). El dicho «para Dios todo es posible» hay que entenderlo de manera adecuada y en su contexto. Dios no puede hacer que el triángulo sea círculo, o que hoy sea mañana, o que no haya sucedido la segunda guerra mundial. Jesús se refiere a que en el orden de la salvación Dios tiene poder para hacer lo que el hombre no puede. Dios espera que los hombres se fíen de Él y no pongan su confianza en las riquezas.
3. La recompensa de los que siguen a Jesús
Como en otras ocasiones, Pedro toma la palabra para dirigirse a Jesús en nombre de todos: ellos, que han dejado todo para seguirle, ¿qué recompensa obtendrán? (v. 28). La respuesta de Jesús adquiere un tono de fuerte solemnidad: «Amén (en verdad), os digo», que podría traducirse por «yo os aseguro«. La seguridad que Jesús quiere transmitir a sus discípulos se pone de relieve ya en las primeras palabras: «Nadie que ha dejado». Llama la atención la exhaustiva enumeración de lo que se abandona: casa, o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o tierras, que llega al número siete. Casa y tierras, que hacen una especie de inclusión, se refieren a bienes materiales; el resto se refiere a las relaciones familiares. Las realidades que se abandonan están enumeradas en forma disyuntiva (o…, o…), pues no todos han debido renunciar a todas sino sólo algunas de ellas: o casa, o hermanos, o hermanas, etc. La promesa de Jesús se realiza en dos momentos: ahora en este tiempo, con persecuciones, y en el siglo venidero. En este tiempo la recompensa recibida es el céntuplo. Es significativo que ahora Jesús enumera la recompensa no de manera disyuntiva sino copulativa (y…, y…): los que le sigan tendrán casas y hermanos y hermanas, etc. La recompensa es acumulativa. La vida en la Iglesia es una confirmación de la promesa de Jesús: los cristianos gozan de innumerables casas y hermanos y hermanas, etc. Y, además, en el siglo venidero, la recompensa será la vida eterna.
Que la Virgen María, la discípula pobre, nos enseñe a preferir la riqueza de Cristo. ¡FELIZ DOMINGO!