Meditación para el Viernes Santo 2024

Triduo Pascual

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Ciclo B

Introducción: «El verdadero venerador de la Pasión del Señor tiene que contemplar de tal manera, con la mirada del corazón, a Jesús crucificado, que reconozca en él su propia carne» (Sermón 15 sobre la Pasión del Señor 3). «Contempladlo, y quedaréis radiantes» (Sal 34,6). La liturgia de la Palabra del Viernes Santo propone la lectura de la Pasión según san Juan. Contemplamos la escena de la crucifixión.

1. La mirada de Juan

A diferencia de los evangelios sinópticos, que ponen el acento en el carácter más sufriente y dolorido de la crucifixión de Jesús, el evangelio de Juan la contempla con una mirada más gozosa. Es la mirada que propone la iconografía oriental: Jesús no tiene la cabeza hundida, sino erguida con los ojos abiertos, no porta una corona de espinas, sino una corona de rey, está revestido con una túnica imperial, sus manos no están cerradas, rígidas, sino abiertas en actitud de donación, sus llagas semejan perlas como rubíes. Juan no contempla la cruz como un instrumento de suplicio y muerte, sino como el trono al que Jesús Rey se sube para celebrar la fiesta de su entronización y ofrecer a los suyos toda clase de dones y regalos.

2. La crucifixión (Jn 19,17-30)

a) El letrero sobre la cruz (v. 19-22).
La realeza de Jesús ha sido reconocida por el propio Pilato al colocar sobre la cruz una inscripción con la leyenda: «Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos» (v. 19). Varios detalles conviene resaltar. En primer lugar, el letrero estaba escrito en hebreo, latín y griego (v. 20). Con esta precisión, las tres lenguas en las que todo el mundo podía leer el letrero, Juan quiere subrayar la realeza universal de Jesús. En segundo lugar, las tres lenguas representan al pueblo de Israel (hebreo) y a los pueblos paganos (latín y griego). En tercer lugar, cuando los sumos sacerdotes hablan con Pilato para que corrija el contenido del letrero (v. 21), él les responde: «Lo que he escrito, he escrito» (v. 22). Esta expresión está formulada en perfecto, que en griego es el tiempo que indica que una acción que ha comenzado permanece en adelante. De ese modo, aun sin ser consciente, Pilato estaba confesando la realeza para siempre de Jesús, realeza que Dios había prometido a David y sus descendientes. Dice san Agustín: «No es arriesgado decir que una voz secreta, en un silencio ensordecedor, resonaba en el ánimo de Pilato, que quiso escribir el cartel: Jesús Nazareno, el rey de los judíos».

b) El don de la túnica (v. 23-24).
Aunque de una manera indirecta, pues se trata de un gesto que los soldados llevan a cabo, Juan da a entender que un primer don de Jesús en la cruz es el de sus vestidos, más específicamente el de la túnica, que la describe como sin costura (tunica inconsutilis), tejida de una sola pieza, que los soldados no quisieron rasgar. Desde antiguo los Padres vieron en la túnica una imagen de la Iglesia, llamada a vivir y conservar la unidad. Algunos, desde antiguo, han querido ver en la túnica también una figura del sacerdocio de Jesús, conforme a las vestiduras de los sacerdotes del AT (cf Éx 28,39-40).

c) El don de María y Juan (v. 26-27).
Jesús al ver a María, su Madre, y a Juan, el discípulo amado, les habla haciendo de ellos un don mutuo. María es regalada como Madre a Juan, es decir, a la Iglesia, y Juan es regalado a María como hijo. La maternidad de María se prolonga en la Iglesia por medio de Juan, la Iglesia vive la filiación en Juan por medio de la maternidad de María. Juan cuida a María con el mismo amor filial con que Jesús la cuidaba, María cuida a Juan con el mismo amor maternal con que cuidaba a Jesús. Por otra parte, de María y de Juan se dice que estaban junto a la cruz. Tanto el verbo griego hístemi como el latino sto significan estar de pie, estar firme, perseverar. Con ello se quiere subrayar a la vez la fidelidad y la firmeza con las que María y Juan han permanecido junto a Jesús hasta el final, hasta la cruz. Cuando los discípulos le han abandonado, María y Juan se han quedado junto a Jesús. Y están contemplando a Jesús crucificado. En María y Juan Jesús ha regalado a su Iglesia el don de la contemplación: «Mirarán al que traspasaron» (v. 37; Zac 13,10). Ellos son el modelo de los contemplativos. Además, a diferencia de las otras mujeres presentes, María y Juan son vírgenes, lo que quiere significar que en ellos Jesús ha querido regalar a su Iglesia el don de la virginidad; María y Juan son en la Iglesia la memoria de la virginidad del propio Jesús.

d) El don de la sed (v. 28).
Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba cumplido, dijo: «Tengo sed» (arameo, tsajená). Ese grito de Jesús ha sido interpretado desde antiguo como el deseo ardiente de Jesús de entregar la vida, la salvación al mundo. Es la sed de dar el agua viva que habrá de brotar de su costado (cf Jn 7,37-39), que es el Espíritu (v. 30.34). Pero es a la vez el grito del sediento del amor de los hombres, como había escuchado Madre Teresa de Calcuta: «Tengo sed de ti». Jesús ha dejado en la Iglesia el don de su sed por cada uno de los hombres. Jesús padece la sed de amar y ser amado, y esa sed sólo puede ser saciada cuando uno se deja amar por Jesús y se entrega a Él por amor. Jesús habla de su amor de manera personal: «Tengo sed de ti, tengo sed de amarte y de que me ames. Te amo como nunca imaginaste y quiero sanar tus heridas, porque yo las llevé antes que tú. Siempre he deseado tu amor. Tengo sed de ti, tengo ted de amarte y de que me ames». San Efrén juega con la paradoja de que tenía sed y pedía agua el que es la Fuente de agua viva que sacia la sed de todos (Himnos de Pascua. Sobre los ázimos XIII,10).

e) El don del Espíritu (v. 30).
A diferencia de los sinópticos, sobre todo Mt 27,50 y Mc 15,37 (cf Lc 23,46), que subrayan el carácter sufriente del momento de la muerte diciendo que Jesús «dio un gran grito», Juan relata el hecho de una manera mucho más suave y serena: Dijo: «Todo está cumplido». E inclinando la cabeza, entregó el espíritu (v. 30). Jesús inclina la cabeza con un último gesto para afirmar que todo está cumplido. Su vida ha sido un sí fiel a la voluntad del Padre, y ahora lo confirma inclinando la cabeza. Con este gesto Jesús asiente al plan del Padre. Y el momento de la muerte no es un simple expirar, dejar de respirar, sino entregar, regalar el don del Espíritu. «El último suspiro de Jesús es el preludio de la efusión del Espíritu» (Biblia de Jerusalén). La muerte de Jesús es como una especie de pre Pentecostés.

f) El don del Bautismo y de la Eucaristía (v. 33-35).
¿Alguien se ha preguntado alguna vez por qué, si Jesús estaba ya muerto, era necesario atravesar su costado con una lanza? La respuesta parece obvia: los soldados querían cerciorarse de la muerte. Pero es seguro que san Juan no ha querido dar esa respuesta. Según su modo de pensar, la lanzada era necesaria para que del costado abierto de Jesús brotaran el agua y la sangre, que son, como interpretaron desde antiguo los Padres, el símbolo del Bautismo y la Eucaristía. Y así como de Adán dormido Dios creó a Eva, así del costado de Jesús, nuevo Adán, dormido, nace la Iglesia. Comenta san Juan Crisóstomo: «Del mismo modo que Dios hizo a la mujer del costado de Adán, de igual modo Jesucristo nos dio el agua y la sangre salida de su costado, para edificar la Iglesia. Y de la misma manera que entonces Dios tomó la costilla de Adán , mientras éste dormía, así también nos dio el agua y la sangre después que Cristo hubo muerto» (Catequesis 3,18). Además, el costado de Jesús debía quedar abierto porque tenía que convertirse en un manantial de agua viva (cf Jn 7,37-39), conforme a la profecía de Is 12,3: «Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación». Y también porque debía cumplirse la profecía de Zac 13,10: «Mirarán al que traspasaron». San Efrén canta en uno de sus Himnos que así como el Paraíso quedó cerrado a Adán por medio de una espada (cf Gén 3,24), así ahora a través de la herida del costado abierta por la lanza se accede al Paraíso (Nat. VII,4).

g) Jesús se autodona como Cordero (v. 36).
El último motivo por el que está justificada la lanzada en el costado de Jesús la da Juan en el v. 36, donde cita las palabras de Éx 22,46: «No le quebrarán un hueso», para dar a entender que Jesús en la cruz es el verdadero Cordero, que ha venido a sustituir los corderos sacrificados para la celebración de la Pascua. Jesús en la cruz se ha regalado a sí mismo a la Iglesia como el Cordero de la nueva Pascua. Pero esa autodonación la había anticipado ya Jesús en la institución de la Eucaristía.

 

Que el Señor nos conceda el don de contemplarlo en la cruz con la mirada de María y Juan, llenos de gratitud por sus dones.
¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo! (Gál 6,14). ¡FELIZ VIERNES SANTO!

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