Meditación para el Jueves Santo 2024

Triduo Pascual

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Ciclo B

«Contempladlo, y quedaréis radiantes» (Sal 34,6).

 

EL LAVATORIO DE LOS PIES (Jn 13 1-20)

El relato del lavatorio de los pies es propio de Juan, que por su parte no tiene el relato de la institución de la Eucaristía. El lavatorio hay que entenderlo como una acción simbólica de tipo profético con el que Jesús anuncia su entrega a la muerte.

Antes de la fiesta de la Pascua (v. 1). El gesto de Jesús tiene lugar en el contexto de la Pascua y dentro de la celebración de la Última Cena, lo que le confiere un significado muy especial.

Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre (v. 1). Este saber de Jesús no es tanto un conocimiento de orden intelectual cuanto el conocimiento interno, que conlleva aceptación y acogida, cono equivalente a «asumir, hacer suyo». Juan precisa que había llegado su hora, la hora que estaba aguardando, para la que se había estado preparando y para la que había preparado a sus discípulos. Era la hora de su glorificación por la entrega de la vida.

Pasar de este mundo al Padre. Conforme a una parte de la tradición judía que interpretaba la palabra hebrea Pesaj, Pascua, en el sentido de paso, es decir, el paso de Yahveh por la tierra de Egipto para liberar a Israel de la esclavitud (cf Éx 12,11-13), Jesús va a celebrar la Pascua pasando de este mundo al Padre. La hora de Jesús es su Pascua.

Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. «Habiendo amado… los amó» corresponde a una formulación muy usada en hebreo para expresar certeza (Gén 2,17: «morir morirás»), fidelidad (Lc 1,73: «el juramento que juró»), o, como en este caso, intensidad en el amor. Esa intensidad queda remarcada por la expresión «hasta el extremo» (griego, eis télos; latín, in finem), que puede entenderse en una doble dirección:
1) amor de intensidad, hasta donde ya no cabía amar más: «Nadie tiene amor más grande…» (Jn 15,13). Pues Jesús amaba con gestos humanos, pero con la grandeza del corazón de Dios;
2) amor de fidelidad, es decir, los había amado desde el día de su elección hasta el momento final; no hubo ni un solo día que dejara de amarlos, y nada hubo en el comportamiento de ellos que le impidiera seguir amándoles.
Como afirma san Bernardo hablando del amor, Jesús podía decir: «Amo porque amo, amo por amar». Un amor que es pura gratuidad. Y dice que amó a los suyos, en griego idíous, que se traduce «los propios», es decir, los que Jesús tenía como algo propio, los que había hecho suyos por elección, los que había entrañado en su corazón y tenían nombres propios, nombres que llevaba escritos, como tatuados, en su corazón. Eran suyos porque los había marcado con su sello, como un pastor marca a sus corderos.

Y estaban en el mundo. Jesús se iba del mundo pero los dejaba a ellos, porque habían de ser la memoria de su amor a los hombres. Ellos debían continuar en el mundo para seguir siendo la presencia de Jesús y para recordar que Jesús no había abandonado al mundo a su suerte.

Llegada la cena (v. 2). Todo transcurre en el ambiente festivo de la cena de fraternidad, cordialidad y amistad, la cena de la memoria de la gran gesta de la salvación de Israel. Pero ya el corazón de Judas está corrompido por la seducción del diablo. La presencia del Enemigo en medio de los amigos. Judas se ha convertido en amigo del Enemigo y se ha hecho refractario al amor del Amigo. Se ha separado del rebaño del Pastor dejándose seducir por otro ¿pastor?

Sabiendo Jesús que el Padre lo había puesto todo en sus manos (v. 3), se levanta de la cena (v. 4) con gesto decidido pero no improvisado, pues con lo que va a hacer muestra la clara conciencia que tiene de que ha llegado su hora. Gesto, sin embargo, inesperado y desconcertante para los discípulos en una celebración tan solemne como la cena de Pascua. Para Jesús es un gesto de gran carga emotiva, pues manifiesta la extrema humildad y la perfecta caridad.

Se quita el manto (v. 4). Aunque se trata de la ropa exterior, el gesto Jesús va más allá, pues puede entenderse como la expresión del despojarse de sí, que, por una parte, recuerda el misterio de la Encarnación, pues con ello deja transparentar la grandeza de la humanidad que había tomado: «Siendo de condición divina…, se despojó de sí mismo» (Flp 2,6-7), y deja al descubierto la realidad de su humanidad. Por otra parte, es un anticipo del despojo al que se verá sometido en la cruz: los soldados se repartieron sus vestidos (Mt 27,35; Jn 19,23-24).

Tomando un lienzo (toalla), se lo ciñe (v. 4). Despojado del manto, se queda con un lienzo a modo de cíngulo; es el cíngulo de la caridad (linteum caritatis). Despojado, a Jesús no le queda más que la caridad para los suyos.

Pone agua en una jofaina y comienza a lavarles los pies (v. 5). Mientras derrama el agua en la jofaina, a la mente y al corazón de Jesús han podido acudir las palabras de Ez 36,25-26: «Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará…, y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo». Como Juan no lo dice de modo explícito, hay que suponer que para el lavatorio Jesús se pone de rodillas ante los discípulos. Lo propio de la criatura es ponerse de rodillas ante su Dios, pero lo sublime en este caso es que Dios se arrodilla abajándose en actitud de humildad extrema (kénosis) y caridad ante su criatura. Si, como decía san Juan XXIII, no hay acto más humano que cuando el hombre se arrodilla ante su Creador, entonces se puede decir que no hay acto más divino que cuando el Creador se arrodilla ante su criatura. Lavar los pies era entre los judíos tarea de los esclavos (cf 1Sam 25,41), y Jesús lleva ahora a cabo un gesto que da razón de su Encarnación: «Tomó la condición de esclavo» (Flp 2,7). Y dando ejemplo de lo que había enseñado a los suyos: «No he venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45). Mientras les lava los pies, Jesús no necesita levantar la mirada para saber de quién se trata, pues por los pies podía reconocer cada rostro, recordar el nombre y rememorar la historia de cada uno de ellos: «Tú eres Natanael, don de Dios; tú eres, Juan, misericordia de Yahveh; tú eres Mateo, don de Yahveh». [En este momento conviene imaginar, como dice san Ignacio, que estás presente y tú eres uno de ellos a los que Jesús lava los pies.]

Les secaba los pies con el lienzo (v. 5). Aunque Juan no lo dice, se puede deducir que, tras lavar los pies, Jesús los besaba en un gesto de caridad entrañable. Era el beso del perdón, de la misericordia, de la paz, en cierta manera, el beso de la despedida.

Llega donde Simón Pedro (v. 6), que en ese momento no entiende el gesto de Jesús: «¿Lavarme tú a mí los pies?» (v. 6). La respuesta de Jesús (v. 7), acompañada de una fuerte carga emocional, es comprensiva ante la incapacidad humana de entender los gestos sorprendentes de Dios. Y sirve de criterio de discernimiento: «Ahora no entiendes, pero llegará el momento en que podrás comprender lo que Dios quiere hacer en tu vida». Jesús viene a decirle a Pedro: «Más tarde entenderás. Ahora, sólo te pido que te fíes de mí. Si me amas, fíate». Pedro, todavía cerrado y con su peculiar carácter impulsivo, contesta con un rotundo «¡No me lavarás los pies nunca jamás!» (in aeternum) (v. 8). ¡Pobre Pedro! ¡Qué poco le dura la eternidad: apenas unos segundos! Pues la respuesta de Jesús le coloca ante el hecho que más le dolería: perder a Jesús, no tener parte con Él (v. 8). Ante esas palabras de Jesús, que entran en el corazón de Pedro como un dardo, su respuesta «Señor, no sólo mis pies, sino también las manos y la cabeza» (v. 9) es la señal de que Pedro ha entendido lo que Jesús le pedía. Pedro pide que Jesús le lave la cabeza, es decir, la sede del pensar, discernir y decidir, y las manos, es decir, la sede del obrar. Pedro pide a Jesús que haga de él una criatura nueva. Terminado el lavatorio Jesús, revestido con el manto, les propone la enseñanza de su gesto: la bienaventuranza del servicio (v. 12-17). En el diálogo con los discípulos Jesús explica el sentido de su acción simbólica, para que aprendiendo de Él, ellos lo hagan entre sí y con los demás. Lavar los pies es el gesto que muestra la grandeza de la vocación a la que han sido llamados: la vocación al servicio de la caridad de Jesús con los hombres. Una luminosa de primavera, junto al lago de Galilea, Jesús había proclamado las Bienaventuranzas, pero se había reservado una para este momento: «¡Bienaventurados los que se abajan por amor para lavar los pies a los hermanos! ¡Bienaventurados los que entregan la vida sirviendo hasta el extremo!».

¡Servir es una Bienaventuranza! ¡FELIZ JUEVES SANTO!

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