[Al coincidir este Domingo con la Solemnidad de la Almudena, en Madrid prevalece la fiesta de Nuestra Señora. Para el resto se celebra la Dedicación de la Basílica de Letrán.]
La liturgia de la Palabra propone hoy las lecturas de Zac 2,14-17, Apo 21,3-5a y Jn 19,25-27. El pasaje evangélico recoge un relato propio del cuarto evangelio, sin paralelos en los sinópticos.
No hay duda de que, a pesar de su brevedad, la escena de la donación de María a Juan y de Juan a María por parte de Jesús constituye el centro del relato de la crucifixión y muerte de Jesús en el evangelio de Juan (19,16-37).
1. La presencia de las mujeres (v. 25)
El relato comienza hablando de la presencia de cuatro mujeres junto a la cruz. Este detalle concuerda con el dato que ofrecen los sinópticos acerca de que en el momento de la crucifixión allí, aunque a cierta distancia, estaban unas mujeres que habían acompañado a Jesús desde Galilea (cf Mc 15,40; Mt 27,55-56; Lc 23,49). De las cuatro mujeres sólo se da el nombre de las dos últimas, María, mujer de Cleofás, y María la Magdalena; las otras dos son mencionadas como «su madre» (de Jesús) y «la hermana de su madre». En el relato destaca la posición inicial del verbo «estaban junto a la cruz», con lo que se quiere subrayar la fidelidad de este grupo de mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea hasta la cruz, es decir, desde el comienzo de su ministerio (cf Lc 8,3) hasta el final. Para decir «estaban» san Juan usa el verbo griego hístemi, que significa estar de pie, mantener una posición firme. A este verbo corresponde el latino sto, que tiene esos mismos significados, pero añade el valor de perseverar. Las mujeres habían perseverado (stabant) en su fidelidad a Jesús hasta la cruz, y ahora al pie de la cruz estaban mostrando una fuerte entereza de ánimo, fruto de un gran amor. Esta actitud de las mujeres contrasta fuertemente con el comportamiento de los discípulos, que habían abandonado a Jesús tras su arresto en el monte de los Olivos (cf Mt 26,56). A diferencia de ellos estas mujeres no habían desfallecido. A este grupo de mujeres se puede aplicar lo que san Juan Pablo II decía de la Virgen: Habían recorrido una peregrinación en la fe hasta la cruz (RM 2).
2. La donación de la madre y del discípulo (v. 26-27)
a) La mirada de Jesús
Después de la presentación de las mujeres el evangelista Juan dice que Jesús, «viendo a la madre y al discípulo al que amaba junto a ella». El verbo griego que usa Juan para ver es horáo, que tiene el significado de ver en profundidad. Es el modo como Jesús mira conociendo el interior de las personas, y es el verbo que precede en ocasiones a una acción importante que Jesús realiza en favor de alguien (la llamada de los primeros discípulos: Mt 4,18.21; la multiplicación de los panes: Mc 6,33.34; la curación de la mujer encorvada: Lc 13,12).
Desde la cruz Jesús ve más allá de la simple apariencia externa de María y Juan, ve lo que ellos representan, es decir, la función que en adelante tendrán que llevar a cabo. En este sentido es significativo el hecho de que el evangelista no haya dado los nombres propios de los dos personajes centrales de la escena: María y Juan. Los llama «la madre» (cinco veces) y «el discípulo» (tres veces). Este detalle da a entender que para el evangelista, conforme a la revelación posterior de Jesús, son importantes no tanto por sí mismos sino por la misión que van a desempeñar: María personifica a la nueva Eva, la mujer, madre de los creyentes, los que viven (cf Gén 3,20), y Juan personifica a los hijos, los creyentes discípulos de Jesús.
San Efrén hace un alarde de imaginación y comenta que también María y Juan junto a la cruz se miran entre sí: «María veía a nuestro Señor en aquel que había reposado sobre su pecho (cf Jn 13,23.25; 21,20). Y Juan veía a Nuestro Señor en aquella cuyas entrañas lo habían traído al mundo. Por eso Jesús se la confió prefiriéndolo a todos los demás» (Comentario del Diatessaron XX,27).
b) La donación de Juan y María
Jesús se dirige a María y le dice: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». En Nazaret el ángel anunció el nacimiento de Jesús llamando a su madre por su nombre: «No temas, María, … concebirás en tu seno y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús» (Lc 1,30-31). La maternidad de María estaba asociada a un hijo que tenía un nombre. Ahora en la cruz Jesús la llama «mujer». Este modo de llamarla remite a Gén 3, 20, donde se dice que Adán «llamó a su mujer Eva, por ser la madre de los vivientes». En hebreo el nombre Eva es jawah, derivado del verbo jayah, vivir. Jesús en la cruz ve a María, su madre, como la nueva Eva, cuya maternidad no está ligada o limitada a una sola persona (Juan), sino como «la madre de los vivientes», la madre espiritual de una nueva humanidad constituida por los hombres que viven por la fe en Jesús, una nueva humanidad personificada por Juan. En Nazaret se desveló el misterio de la maternidad divina de María por medio de Jesús. En el Calvario se desvela el misterio de la maternidad espiritual eclesial de María por medio de Juan.
La maternidad espiritual de María queda corroborada con las palabras de Jesús a Juan: «Ahí tienes a tu madre». Jesús proclama que a partir de ahora Juan, el discípulo amado, es constituido hijo de María no tanto a título individual sino como representante de todos los que creen y creerán en Jesús, el Hijo amado del Padre. De ahí que con toda verdad y propiedad se puede llamar a María «Madre de la Iglesia».
c) Juan acoge a María
Las palabras finales con las que el evangelista cierra la escena han sido traducidas de diversas maneras: «Desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Biblia de Jerusalén), «desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa» (Nácar-Colunga), «desde aquel momento el discípulo se la llevó a su casa» (Nuevo Testamento Paulinas), «desde aquella hora la acogió el discípulo como riqueza suya» (M. Iglesias), «desde aquella hora el discípulo la recibió como algo propio» (Biblia de la Conferencia Episcopal). Todas estas traducciones están justificadas, pero tienen un alcance distinto. Las traducciones que hablan del gesto de Juan de acoger a María en su casa entienden que, al morir Jesús, su madre se quedaba sola y, por tanto, en su ausencia Jesús le encomendaba a Juan que cuidara de ella como un hijo adoptivo. Sin embargo, el texto griego dice que la acogió eis ta hidia, «entre las cosas propias», es decir, la acogió como suya propia. Esto significa que, como respuesta al don de Jesús: «Ahí tienes a tu madre», Juan la acogió como madre propia. La acogida de Juan era en realidad la de todos los discípulos fieles a la voluntad de Jesús. En Juan los discípulos de Jesús acogen a María como madre propia. Y a la vez, como dice san Agustín, como «madre de los miembros de Cristo, que somos nosotros» (De virginitate 6), es decir, como madre de la Iglesia.
d) María y Juan, dos vírgenes al pie de la cruz
Junto a las demás mujeres, al pie de la cruz están María y Juan, dos personas muy unidas por una vocación común: los dos son vírgenes, lo que les hace estar íntimamente unidos a Jesús, también virgen. En cierto modo se puede decir que al acoger a María consigo Juan se convierte en memoria y presencia de la virginidad de Jesús junto a María, su Madre.
Desde ese momento el hogar de María y Juan habría de llamarse «la casa de la virginidad» (domus Mariae, domus virginitatis). De esta manera, la virginidad de Jesús seguirá presente en la Iglesia y en el mundo por medio de María y Juan. Los monasterios y casas de hombres y mujeres vírgenes son la memoria de la casa de María y Juan. La virginidad es, según el modelo de María y Juan, la expresión del amor preferencial e indiviso a Cristo.
Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, y Juan, el discípulo amado, nos enseñen a permanecer fieles a Cristo hasta el final de nuestra vida.
¡FELIZ DOMINGO! ¡FELIZ FIESTA DE NUESTRA SEÑORA DE LA ALMUDENA!