La liturgia de la Palabra propone hoy las lecturas de Prov 8,22-31, Rom 5,1-5 y Jn 16,12-15.
1. Las huellas de la Trinidad en el Antiguo Testamento
El misterio de la Trinidad es el culmen de la revelación que Dios ha querido hacer de sí mismo desvelándolo a los hombres por medio de Jesús. Una de las manifestaciones más explícitas acerca de la Trinidad en palabras de Jesús se encuentra en Mt 28,19: «Id y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». La revelación del misterio de la Trinidad es de una total novedad en la predicación de Jesús, que fue motivo de escándalo para los estrictos seguidores del monoteísmo judío (cf Jn 10,33; Mt 21,63-66). Y una manifestación portentosa de la Trinidad se da durante el bautismo de Jesús en el Jordán: Mientras el Hijo es bautizado, el Espíritu Santo desciende sobre Él y se oye la voz del Padre (cf Mt 3,13-17).
Sin embargo, ya en el Antiguo Testamento Dios había dejado algunas huellas que podían servir de pista para reconocer su identidad como Trinidad de Personas.
a) La creación del hombre
En el momento que Dios decide crear al hombre el relato de Gén 1,26 pone en labios del propio Dios estas palabras bien conocidas: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza». En la perspectiva monoteísta del Antiguo Testamento estas palabras se interpretan como un plural mayestático con el cual se da a entender que Dios dialoga consigo mismo a la hora de llevar a cabo la creación del hombre. Sin embargo, desde la perspectiva de la revelación neotestamentaria estas palabras del Génesis cobran un alcance nuevo. Se interpretan como el diálogo que se entabla en el seno de la Trinidad para la creación del hombre. Es el Padre quien toma la iniciativa de crear al hombre, la propone al Hijo y al Espíritu Santo y cuenta con su colaboración. Conforme a la teología de san Ireneo (Adversus haereses V,6,1; V,28,4) y san Ambrosio (Expositio Psalmi CXVIII 10,17), el Hijo y el Espíritu Santo son las «manos» con las que el Padre modela el barro de la tierra virgen, le da la imagen del Hijo y le insufla su Espíritu, haciendo del barro un hombre, un ser vivo (cf Gén 2,7), portador de la vida de Dios.
b) La teofanía de Mambré
En Gén 18 se narra la manifestación de Dios a Abrahán. La escena es bien conocida porque ha quedado inmortalizada en el maravilloso icono de Andrei Rublev. En el relato bíblico aparecen varios detalles que facilitan una lectura de alcance trinitario. En primer lugar, el autor comienza diciendo que Yahveh se apareció junto a la encina de Mambré cuando Abrahán estaba a la puerta de su tienda (18,1); pero cuando levanta la vista ve a tres personajes que están (viniendo) frente a él. Al verlos, corrió hacia ellos y se postró en tierra (18,2). Éste es un segundo detalle a destacar: Al postrarse ante estos personajes Abrahán debió de reconocer en ellos a alguien de una alta dignidad. Aunque son tres personas las que se acercan a su tienda pidiendo hospitalidad, Abrahán las saluda como si fueran una sola: «Señor mío, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo» (v. 3). Abrahán ha reconocido en ellos la unidad que existe entre los que serán sus invitados. Pero a la vez continúa hablando: «Haré que traigan agua para que os lavéis los pies y descanséis junto al árbol. Traeré un bocado de pan para que recobréis fuerzas antes de seguir, ya que habéis pasado junto a la casa de vuestro siervo» (v. 4-5). Abrahán les habla en plural destacando su diversidad de personas. Ellos le contestan como uno solo: «Bien, haz como dices» (v. 5). Un poco más adelante, en el episodio de la risa de Sara, el narrador dice: «El Señor dijo a Abrahán: ¿Por qué se ha reído Sara? … ¿Hay algo demasiado difícil para el Señor?» (v. 13). Y le anuncia el nacimiento de su hijo Isaac: «Cuando vuelva a visitarte por esta época, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo» (v. 14). De nuevo, uno habla por los tres. Este juego entre la unidad y la diversidad de los personajes es lo que la liturgia oriental canta con la siguiente alabanza del patriarca: «Dichoso tú, Abrahán, que has visto y reconocido a la Divinidad Una y Trina». Y, aunque referido a un acontecimiento diferente, se puede recordar aquí lo que Jesús dijo acerca de Abrahán: Que «había visto su día y se alegró» (Jn 8,56).
c) El trisagio de Is 6,3 (cf Apo 4,8)
En el contexto del relato de su vocación como profeta (6,1-13), Isaías narra que vio al Señor, sentado sobre un trono y junto a Él estaban los serafines, que se gritaban unos a otros: «Santo, santo, santo es el Señor del universo, llena está la tierra de su gloria» (v. 1-3). En esta aclamación angélica, conocida como «trisagio» (del griego tris y agios, «tres veces santo»), la teología católica ha visto un anticipo de la revelación del misterio de la Unicidad y la Trinidad de Dios. Un eco de este trisagio aparece en Apo 4,8, donde el vidente de Patmos relata una visión en la que, arrebatado al cielo, ve a un personaje sentado en un trono y rodeado de veinticuatro ancianos y cuatro vivientes; estos cuatro vivientes, repetían día y noche: «Santo, Santo, Santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es y el que viene». Y una especie de trisagio aparece en la primera lectura de hoy con la exclamación de Moisés ante la gloria de Dios: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso» (Éx 34,6). La liturgia ha recogido el trisagio de Isaías en la celebración de la Eucaristía para guardar la memoria de la Trinidad.
2. El misterio de la Trinidad
a) Dios Trinidad es amor
La primera carta de Juan da esta definición de Dios: «Dios es amor» (griego, agápe; latín, caritas) (4,8). Eso quiere decir que si el amor constituye el ser de Dios, entonces el Padre es amor, el Hijo es amor, el Espíritu Santo es amor. La Trinidad es misterio de comunión en el amor. El Padre ama al Hijo y al Espíritu, el Hijo ama al Padre y al Espíritu, el Espíritu ama al Padre y al Hijo. Hay una relación de comunión perfecta y plena entre ellos en el amor. Tomando pie del mandato de Jesús a los discípulos, se puede afirmar que el mensaje que la Trinidad da a los hombres es éste: «Amaos unos a otros, como nosotros nos amamos, amaos los unos a los otros como nosotros os amamos».
b) Dios Trinidad es amor de donación
Santo Tomás de Aquino había recogido la definición del bien, atribuida al Pseudo Dionisio, con estas palabras: bonum est diffusivum sui, es decir, «el bien por sí mismo es difusivo», por su propia naturaleza el bien tiende a expandirse, a darse. Esa definición encaja perfectamente en la naturaleza del amor, pues, por su propia naturaleza, el amor es difusivo, es donación. Eso es lo que se pone de manifiesto en el amor de la Trinidad, que es en esencia amor de donación; no sólo es donación ad intra entre las tres Personas divinas, sino también ad extra, hacia los hombres.
La creación es un signo de ese amor de donación, pues el hombre ha sido creado como el ser que refleja más plenamente el amor donativo de Dios, ya que ha sido creado a la imagen y semejanza de Dios Trinidad. Y el resto de los seres creados es la manifestación de la riqueza de Dios y signo del regalo de Dios al hombre (cf Gén 1,28-29).
La Encarnación del Hijo es el signo más elocuente de ese amor de donación de la Trinidad: «Tanto amó Dios al mundo que le ha dado a su Hijo» (Jn 3,16; cf 1Jn 4,9-10). Con esa expresión san Juan quiere dar a entender la infinitud del amor divino (C. Spicq). Según 1Tim 3,4, la Encarnación es la epifanía de la agápe de Dios. El Padre entrega al Hijo, que es llamado el agapetós, el amado, «en el cual -dice san Alberto Magno- está concentrado todo el amor paterno».
La Eucaristía es la prolongación del amor de donación del Verbo en la Encarnación. La carne que el Hijo ha tomado del hombre en el seno de María por la acción del Espíritu Santo, es la que ahora sigue donando a los hombres en la Eucaristía por la consagración del Espíritu Santo.
El envío del Espíritu Santo, al que san Hilario de Poitiers llama «Don de Dios» (Tratado sobre la Trinidad. Libro 2,1,33.35), es otra manifestación gozosa del amor donativo de la Trinidad (cf Jn 14,16.26; 15,26; 16,7). Pentecostés es la expresión culminante de la donación del Espíritu Santo por parte del Padre y del Hijo.
María es un don excelente de la Trinidad: Hija humilde del Padre, Madre virgen del Hijo, Esposa fiel del Espíritu Santo.
La Iglesia es un gozoso don de la Trinidad a los hombres. Ella es la depositaria de los sacramentos que contienen la vida divina que la Trinidad ha querido regalar a los hombres. En todos los sacramentos actúa la Trinidad con la riqueza de su amor y su gracia.
Esta agápe o caritas con la que Dios se da al mundo es en realidad el reflejo del amor intratrinitario. El don de sí hacia fuera es la manifestación del amor superabundante que existe en el seno de la Trinidad. El Padre hace todo por medio del Hijo en el Espíritu Santo. En la serena contemplación de la Trinidad parece escucharse como un suave susurro: «Sed donación los unos para los otros como nosotros somos donación entre nosotros y para vosotros».
c) Dios Trinidad es comunión
El misterio de la Trinidad se ha revelado como vida de comunión entre las divinas Personas. Ellas se comunican entre sí, se interrelacionan de manera perfecta y se encuentran en una perfecta unidad (M. Kunzler). Desde el sereno silencio en el que habita la Trinidad parece escucharse un fuerte grito: «Vivid en comunión, como nosotros vivimos en comunión; vivid en comunión vosotros en los que habita la Trinidad». Una anécdota de la vida del mártir san Leónidas, padre de Orígenes, sobre el respetuoso amor a la Trinidad, resulta entrañable y conmovedora. Se cuenta que cuando Orígenes era niño, su padre iba cada mañana a despertarlo y le daba un beso en el pecho confesando así que allí habitaba la Trinidad.
Que santa María, Virgen amada de la Trinidad, nos ayude a vivir con fidelidad el amor trinitario.
¡Señor y Dios mío: En ti creo, Padre, Hijo y Espíritu Santo! (San Agustín).
¡FELIZ SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD!