Domingo de Ramos

Cuaresma

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Ciclo C

El Señor Dios me ha dado una lengua de discípulo; para saber decir al abatido una palabra de aliento. Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los discípulos.

El Señor Dios me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos.

El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

 

Al verme, se burlan de mí,
hacen visajes, menean la cabeza:
«Acudió al Señor, que lo ponga a salvo;
que lo libre si tanto lo quiere».

Me acorrala una jauría de mastines,
me cerca una banda de malhechores;
me taladran las manos y los pies,
puedo contar mis huesos.

Se reparten mi ropa,
echan a suerte mi túnica.
Pero tú, Señor, no te quedes lejos;
fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.

Contaré tu fama a mis hermanos,
en medio de la asamblea te alabaré.
«Los que teméis al Señor, alabadlo;
linaje de Jacob, glorificadlo;
temedlo, linaje de Israel».

Cristo, Jesús, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres.

Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

En aquel tiempo, los ancianos del pueblo, con los jefes de los sacerdotes y los escribas llevaron a Jesús a presencia de Pilato. Y se pusieron a acusarlo diciendo:
«Hemos encontrado que éste anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos al César, y diciendo que él es el Mesías rey».

Pilato le preguntó:
«¿Eres tú el rey de los judíos?».

Él le responde:
«Tú lo dices».

Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la gente:
«No encuentro ninguna culpa en este hombre».

Pero ellos insistían con más fuerza, diciendo:
«Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde que comenzó en Galilea hasta llegar aquí».

Pilato, al oírlo, preguntó si el hombre era galileo; y, al enterarse de que era de la jurisdicción de Herodes, que estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días, se lo remitió. Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento, pues hacía bastante tiempo que deseaba verlo, porque oía hablar de él y esperaba verle hacer algún milagro. Le hacía muchas preguntas con abundante verborrea; pero él no le contestó nada.

Estaban allí los sumos sacerdotes y los escribas acusándolo con ahínco.

Herodes, con sus soldados, lo trató con desprecio y, después de burlarse de él, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos entre sí Herodes y Pilato, porque antes estaban enemistados entre sí.

Pilato, después de convocar a los sumos sacerdotes, a los magistrados y al pueblo, les dijo:
«Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo; y resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas de que lo acusáis; pero tampoco Herodes, porque nos lo ha devuelto: ya veis que no ha hecho nada digno de muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».

Ellos vociferaron en masa:
«¡Quita de en medio a ése! Suéltanos a Barrabás».

Éste había sido metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio. Pilato volvió a dirigirles la palabra queriendo soltar a Jesús, pero ellos seguían gritando:
«¡Crucifícalo, crucifícalo!».

Por tercera vez les dijo:
«Pues ¿qué mal ha hecho éste? No he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».

Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío.

Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su voluntad.

Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús.

Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él.

Jesús se volvió hacia ellas y les dijo:
«Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que vienen días en los que dirán: “Bienaventuradas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado”. Entonces empezarán a decirles a los montes: “Caed sobre nosotros”, y a las colinas: “Cubridnos”; porque, si esto hacen con el leño verde, ¿qué harán con el seco?».

Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él.

Y cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda.
Jesús decía:
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».

Hicieron lotes con sus ropas y los echaron a suerte.

El pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas diciendo:
«A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».

Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo:
«Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».

Había también por encima de él un letrero: «Éste es el rey de los judíos».

Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:
«¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».

Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía:
«¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha hecho nada malo».

Y decía:
«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».

Jesús le dijo:
«En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».

Era ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo:
«Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu».

Y, dicho esto, expiró.

El centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria a Dios diciendo:
«Realmente, este hombre era justo».

Toda la muchedumbre que había concurrido a este espectáculo, al ver las cosas que habían ocurrido, se volvía dándose golpes de pecho.

Todos sus conocidos y las mujeres que lo habían seguido desde Galilea se mantenían a distancia, viendo todo esto.

Haznos, Señor, cireneos de la humanidad contigo

«El verdadero venerador de la pasión del Señor tiene que contemplar de tal manera, con la mirada del corazón, a Jesús crucificado, que reconozca en él su propia carne» (San León Magno).
[Como en Ramos se ofrece la lectura de la Pasión, meditamos dos escenas centradas en dos figuras: Simón Pedro y Simón de Cirene.]

 

1. Simón Pedro, o la mirada compasiva de Cristo

Mt 26,36: «Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré».

El relato de las negaciones de Pedro está narrado como un juicio dentro de otro juicio (Mt 26,57-75; Mc 14,53-72; Lc 22,54-71). El que va a ser juzgado por el tribunal es Jesús, pero el que acabará siendo juzgado es Pedro.

Cuando Jesús es conducido a la casa de Caifás para ser interrogado (Mt 26,57-68), aparece la figura de Pedro, que le sigue de lejos (v. 58). Ese «de lejos» significa que, aunque todavía le sigue, lo hace desde la distancia, con temor. Pedro es un discípulo en crisis. Pedro aparece como escondido, disimulado entre los sirvientes, sin querer ser visto cerca de Jesús (v. 58). ¡Qué lejos quedaba ahora la llamada junto al lago de Galilea, cuando lo dejó todo para seguir a Jesús de cerca! ¿Dónde quedaba ahora aquel ejercicio de libertad, de valentía, de generosidad que le cambió la vida? ¿Dónde estaba ahora el pescador decidido y dispuesto a todo por Jesús?

Y, sin embargo, frente a los demás, que se han apartado de Jesús de manera radical (v. 56), Pedro aún le sigue. ¿Está intentando Pedro cumplir con la palabra que había dado a Jesús en la Cena: que aunque todos le abandonaran él no lo haría y que no le negaría? (Mt 26,33.35). Aunque sea de manera imperfecta, se interesa por Jesús, por saber cómo acabará todo. Por eso se introduce entre los criados, aunque escondido en medio de ellos (v. 58). Mientras Jesús es interrogado dentro de la casa, Pedro está en el patio. Jesús está dentro, Pedro está fuera. No está con Jesús. Las acusaciones que le harán en un instante serán precisamente que estaba con Jesús, pero con sus respuestas Pedro dará a entender que no está con Jesús.

La primera acusación sucede en el atrio de la casa y la pronuncia, como una sentencia, una mujer, una criada: «Tú estabas con Jesús el Galileo» (v. 59). ¡Una criada se atreve a decir a Pedro una verdad que suena a acusación directa! Pedro lo niega delante de todos utilizando una excusa, como si no hubiera comprendido lo que le dice: «No sé qué quieres decir» (v. 70). ¡Pedro, el recio pescador de Galilea, atemorizado por una pobre criada! Como si estuviera acorralado, sale hacia la puerta, preparando la huida.

La segunda acusación, en el portal de la casa, no es directa, sino indirecta. Hablando con algunos de los presentes, otra criada comenta: «Éste estaba con Jesús el Nazareno» (v. 71). En esta acusación se da una identificación más precisa de Jesús, pues ya no se trata de un simple galileo, sino que lo llama con un título propio de Jesús: «Será llamado Nazareno» (Mt 2,23), que aparecerá en el título de la cruz (Jn 19,19). A medida que la gente identifica más a Jesús, Pedro lo rechaza con más vehemencia: «No conozco a ese hombre» (v. 72). Ahora lo niega con juramento, cayendo de ese modo en el pecado que Jesús había querido evitar a sus discípulos: «No juréis» (Mt 5,34). Pedro agrava su pecado por mentir con juramento. Mentira y juramento son dos hermanos gemelos que van de la mano. El juramento es el subterfugio en el que se ampara con frecuencia el mentiroso. La negación se agrava aún más porque Pedro dice: «No conozco a ese hombre» (Vulgata: Non novi hominem). Con su respuesta en cierto modo Pedro se adelanta negativamente a la escena del Ecce homo. Además, teniendo en cuenta que en la mentalidad bíblica el verbo conocer significa también reconocer y amar, la negación de Pedro pone de relieve la distancia que le separa de Jesús. ¡La frialdad del corazón! ¿Ha dejado Pedro de amar a Jesús?

El cerco se va estrechando en torno a Pedro; sus angustias y temores crecen. Pedro está en franca huida, a la puerta. Ahora son todos los presentes los que, viendo su debilidad, lo acorralan para lanzar la tercera acusación, directa e inquisitiva: «Verdaderamente (aunque lo niegues) tú eres uno de ellos, tu acento te delata» (v. 73). Crecidos en su afán judicial, ellos han encontrado un testigo que Pedro no podrá contradecir: su acento lo delata como galileo, y como galileo es sospechoso. Pedro, al verse sorprendido por este testigo inesperado y molesto, redobla su negación con maldiciones y juramentos, haciendo así aún más grave su mentira y su cobardía: «No conozco a ese hombre» (v. 74). A los juramentos añade las maldiciones, lo que no es propio de un discípulo de Jesús: «No maldigáis» (Rom 12,14).

Y, en seguida, aún con la palabra en la boca (Lc 22,60), se oyó el canto de un gallo que, como un juez inexorable, dictaba sentencia contra Pedro: «¡Culpable!». El canto del gallo le trae a la memoria las palabras de Jesús que eran una profecía: «Antes de que cante el gallo me negarás tres veces» (v. 75). Tres veces es el número de la contumacia, de la persistencia en el pecado. Lucas añade aquí que Jesús «se volvió y miró a Pedro» (Lc 22,61). Jesús, en un profundo gesto de humildad, se vuelve buscando a Pedro, porque nunca da la espalda. Jesús busca los ojos de Pedro. Y fija su mirada en él, con esa mirada propia llena de compasión, la mirada que deja traslucir la hondura de la misericordia entrañable que habita en su corazón (Mc 6,34). Si el canto inmisericorde del gallo había condenado a Pedro, la mirada misericordiosa de Jesús lo absolvía. Ante la mirada de Jesús, Pedro se desmorona y sale fuera de la casa, poniendo así de manifiesto su soledad más absoluta.

Y lloró amargamente (v. 75). A Pedro le brotan las lágrimas del arrepentimiento dolorido. Las lágrimas del amigo que ha tomado conciencia de haber traicionado al Amigo. A la mente de Pedro podrían acudir las palabras del Sal 41,10: «Mi amigo, que compartía mi pan, es el primero en traicionarme», o las del Sal 55,14-15: «(Quien me ha traicionado) eres tú, mi compañero, mi amigo y confidente, a quien me unía una dulce intimidad». La dulce intimidad de la amistad convertida en el llanto amargo de la traición. Sin embargo, estas lágrimas serán como un bautismo que lavará los ojos de Pedro y le permitirán ver lo que ahora todavía le quedaba escondido: Jesús resucitado.

 

2. Simón de Cirene, o el discípulo forjado en la cruz (Mc 15,21)

Después de burlarse de Jesús, los soldados le devolvieron sus vestidos, su túnica y su manto (Mc 15,20). Con los vestidos, Jesús recuperaba la dignidad que por un instante los soldados habían pretendido arrebatarle. Jesús hará el camino hacia el Gólgota revestido, no desnudo, no expuesto ante la gente como objeto de burla.

En el camino se encuentran con Simón de Cirene, que volvía del campo, y los soldados le obligan a llevar la cruz, haciendo uso del derecho a obligar a alguien a ayudar en caso de necesidad. ¿Cómo recibió Simón este encargo? Seguramente que con fastidio. ¿Se resistió? ¿Protestó? No hay que descartarlo, pues pensaría: «¡Qué mala suerte, he vuelto del campo en el momento más inoportuno! ¿Por qué me ha tocado a mí? ¿Qué tengo yo que ver en todo esto?». Simón reaccionaría de la manera más humana, pues rechazar la cruz es algo instintivo. Una vez obligado, ¿se apenó Simón de Jesús? ¿Le miró con ojos de compasión? Seguro que al acercarse a tomar la cruz hubo entre ellos un intercambio de miradas de compasión y misericordia. De compasión de Simón hacia Jesús, que aparecía como un hombre cansado, desgastado, necesitado de ayuda; de misericordia de Jesús hacia Simón, un hombre necesitado de conversión. El tiempo que duró para Simón el via crucis se convirtió para él en un via misericordiae.

Como Marcos dice que era el padre de Alejandro y Rufo, conocidos de la Iglesia de Roma, hay que entender que Simón se hizo cristiano. Y todo empezó cuando tomó la cruz. Jesús podía haberse negado a dársela, pero quiso ponerla en sus manos. La cruz fue un don de Jesús. Simón fue un hombre afortunado, porque tuvo el privilegio de tocar la cruz de Jesús y de ser tocado por ella. Se hizo discípulo y, de ese modo, se convirtió en el primer fruto de la cruz. Crux gignit discipulos, la cruz engendra discípulos. La cruz transformó la vida de Simón. La cruz es fuente de vida.

Sin saberlo, Simón fue el primero en hacer suya la invitación de Jesús: «El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mc 8,34). En el camino hacia el Gólgota Jesús iba delante y Simón le seguía con la cruz como un verdadero discípulo. Simón tuvo el privilegio de ser el primero, antes incluso que Pedro (el otro Simón), Santiago, Juan y los demás. ¡Dios tiene caminos inesperados en la vida de las personas!

San Efrén canta: «¡Dichoso también tú, Simón, que has llevado/ durante la vida la cruz detrás de nuestro Rey!/ ¡Dichosas tus manos que se elevaron y llevaron en procesión/la cruz que se inclinó y te dio la vida!» (Himnos pascuales. De crucifixione IX,1).

El relato de Simón de Cirene es muy breve, pues consta apenas de dos líneas y, sin embargo, constituye una de las escenas más emotivas y entrañables de la Pasión. El impacto que deja en el corazón es impresionante, pues pone de manifiesto el poder de la gracia para transformar la vida de una persona. El contacto con la cruz de Jesús, que porta el sello de su divinidad, transforma a una persona y cambia el signo de su historia. ¡Quién pudiera ser Simón de Cirene!

 

¡Haznos, Señor, cireneos de la humanidad contigo!
¡FELIZ DOMINGO DE RAMOS!

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