Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario

Tiempo Ordinario

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Ciclo B

Por aquel tiempo se levantará Miguel, el gran príncipe que se ocupa de los hijos de tu pueblo; serán tiempos difíciles como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora. Entonces se salvará tu pueblo: todos los que se encuentran inscritos en el libro.

Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán: unos para vida eterna, otros para vergüenza e ignominia perpetua.

Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad.

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.

 

El Señor es el lote de mi heredad y mi copa;
mi suerte está en tu mano.
Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré.

Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas,
y mi carne descansa esperanzada.
Porque no me abandonarás en la región de los muertos
ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.

Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha

Todo sacerdote ejerce su ministerio diariamente ofreciendo muchas veces los mismos sacrificios, porque de ningún modo pueden borrar los pecados.

Pero Cristo, después de haber ofrecido por los pecados un único sacrificio, está sentado para siempre jamás a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies.

Con una sola ofrenda ha perfeccionado definitivamente a los que van siendo santificados.

Ahora bien, donde hay perdón, no hay ya ofrenda por los pecados.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«En aquellos días, después de la gran angustia, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán.

Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y gloria; enviará a los ángeles y reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo.

Aprended de esta parábola de la higuera: cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros que esto sucede, sabed que él está cerca, a la puerta. En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto al día y la hora, nadie lo conoce, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre».

Ayúdanos, Señor, para que estemos preparados en el momento de tu venida

La liturgia de la Palabra propone hoy las lecturas de Dan 12,1-3, Heb 10,11-14.18 y Mc 13,24-32. El texto de Mc tiene paralelos en Mt 24,29-36 y Lc 21,25-33. Cuando se acerca el final del tiempo litúrgico ordinario y anuncia su llegada el Adviento, la liturgia de la Palabra ofrece pasajes que nos han de ayudar a preparar la venida de Cristo.

 

1. El «apocalipsis» sinóptico

El texto de Mc, que tiene paralelos en Mt 24,29-36 y Lc 21,25-33, forma parte de lo que se conoce como el «pequeño apocalipsis sinóptico», que ocupa todo el capítulo 13, porque en él aparecen los temas típicos de la literatura apocalíptica: la preocupación por el fin del tiempo presente y la aparición de la nueva creación, los cataclismos cósmicos y sociales que lo acompañan, la persecución de los discípulos de Jesús, la protección de Dios y la aparición del Hijo del hombre. A lo largo del capítulo 13, como sucede también en los paralelos de Mt y Lc, se entremezclan dos planos: el primero es el anuncio de acontecimientos que se refieren a momentos que han de suceder en tiempos cercanos, como son las tribulaciones que los discípulos han de sufrir o la destrucción del templo con la caída de Jerusalén; el segundo es el anuncio del fin del mundo con la venida del Hijo del hombre. El pasaje evangélico de hoy puede dividirse en dos partes: la manifestación gloriosa del Hijo del hombre (v. 24-27) y la parábola de la higuera (v. 28-32).

 

2. La venida del Hijo del hombre (v. 24-27)

Jesús introduce la revelación de la venida del Hijo del hombre hablando de una serie de fenómenos cósmicos: «El sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo y las fuerzas del cielo se tambalearán» (v. 25). Las fuerzas del cielo son los astros y el resto de fuerzas celestiales. Este modo de hablar de Jesús tiene antecedentes en la predicación de los profetas. El lenguaje de Jesús está muy cerca de Is 13,10, donde el profeta anuncia la llegada del Día de Yahveh con estas palabras: «Las estrellas del cielo y las constelaciones no irradian su luz, el sol desde la aurora se oscurece, la luna no ilumina» (cf Is 34,4; Jer 4,23-26; Ez 32,7-8; Am 8,9; Joel 2,10; 3,4; 4,15; Apo 6,12-13). Es importante tener en cuenta que se trata de un lenguaje simbólico con el que se da a entender que en la creación se produce una inversión de su naturaleza (el sol se oscurece, la luna se apaga), es una creación que desaparece para dar paso a una creación nueva (cf Apo 21,5). En medio de esas señales de orden cósmico «verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y gloria» (v. 26). De nuevo Jesús utiliza la predicación de los profetas, en este caso de Dn 7,13-14, que habla de una visión acerca de un hijo de hombre: «Vi venir una especie de hijo de hombre entre las nubes del cielo». La expresión «hijo de hombre» (arameo, bar nashá), otras veces, «hijo de Adán» (hebreo, ben Adam) es un semitismo que se usa para hablar de un hombre en la realidad de su naturaleza débil. Sin embargo, en la literatura apócrifa judía precristiana esta figura de hijo del hombre de Daniel se identificaba con el Mesías (cf 1Henoc 46-49; 4Esdras 13). Hay que recordar que en algunas ocasiones Jesús habla del Hijo del hombre como de sí mismo, sobre todo en los anuncios de la Pasión (cf Mc 8,31; 9,31; 10,33-34) y en pasajes en que anuncia su venida gloriosa (cf Mc 8,38; 14,62); por tanto, aquí se refiere a su propia aparición al fin del tiempo. En el lenguaje bíblico las nubes (o la nube) son un elemento presente en el ámbito de las manifestaciones portentosas de Dios (cf Éx 13,22; 19,16; 34,5, etc.). Las nubes son una imagen que sirve para hablar del mundo de Dios; eso significa que el Hijo del hombre viene como Dios. En Apo 1,7 se habla también de la venida de Cristo acompañado de nubes y al que todo ojo verá. La aparición del Hijo del hombre será con poder y gloria, dynamis y dóxa. La dóxa es el resplandor que acompaña la presencia de Dios. Poder y gloria son como el cortejo que acompaña al Hijo del hombre en su entrada triunfal en el mundo. Además, el Hijo del hombre triunfante enviará a sus ángeles, que ejecutarán sus órdenes, como lo hacen siempre obedeciendo a Dios. Es propio de la literatura apocalíptica presentar a los ángeles como los que ayudan a Dios en el gobierno del mundo. El Hijo del hombre reunirá a sus elegidos, que será como el último signo de su aparición gloriosa, cumpliendo así la esperanza anunciada por Zac 2,10: «Os reuniré de los cuatro vientos del cielo».

 

3. La parábola de la higuera (v. 28-32)

Como en otras ocasiones, Jesús utiliza una parábola o semejanza para explicitar lo que ha dicho anteriormente. Aquí usa el ejemplo de la higuera, árbol muy apreciado en Israel, y en particular en Jerusalén el monte de los Olivos era conocido por la presencia de higueras, para apelar a la enseñanza que por experiencia se puede aprender de ella: cuando las ramas están tiernas y brotan las yemas está cerca el verano. La enseñanza que Jesús deduce del comportamiento natural de la higuera la aplica a la llegada del Hijo del hombre. «Cuando veáis que esto sucede, sabed que él está a la puerta» (v. 29). Son palabras que recuerdan las que dice Jesucristo en Apo 3,20: «He aquí que estoy a la puerta y llamo». Sin embargo, Jesús dice algo en lo que parece haberse equivocado: «Amén, os digo: No pasará esta generación hasta que todo esto haya sucedido» (v. 30). Jesús introduce sus palabras con una fórmula solemne, de modo que los discípulos deben prestar mucha atención a lo que va a decir. Este difícil dicho de Jesús pueden entenderse desde dos puntos de vista. Por una parte, si se le da un alcance profético, puede interpretarse pensando que, aunque esté incorporado en el contexto que habla de las señales del fin, el dicho de Jesús se refiere en realidad al anuncio de la caída de Jerusalén y con ello la destrucción del Templo. La segunda explicación tiene como punto de partida un alcance más teológico. Consiste en tener en cuenta que en el contexto apocalíptico de las señales del fin hay que considerar que la parusía forma parte del conjunto de realidades que encierra el misterio de la persona de Jesucristo. Como explica Mariano Herranz, Encarnación, Crucifixión, Resurrección, Ascensión, por una parte, y Parusía, por otra, constituyen en el sentido real un único acontecimiento separados sólo por la misericordia de Dios, que quiere dar a los hombres una oportunidad para la fe y el arrepentimiento. En ese sentido se puede decir que la fase final de ese acontecimiento, la parusía, es siempre inminente. Desde la Encarnación, los hombres viven en los últimos días. Por tanto, el sentido de Mc 13,30 es: los signos del fin de los que habla Jesús en Mc 13 no serán exclusivos de un futuro remoto; sus mismos oyentes los vivirán, pues son característicos de todo el período de los últimos tiempos (M. Herranz, Huellas de arameo en los Evangelios, 186-187). Cada generación es «esta generación» que asiste como testigo a los signos que le han de ayudar a estar preparada para la venida del Hijo del hombre. Jesús garantiza el cumplimiento de sus anuncios con una afirmación cargada de autoridad: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (v. 31). Es evidente que Jesús habla dotando a sus palabras de un carácter de inmutabilidad con la que el Antiguo Testamento se refiere a la palabra de Yahveh (cf Is 40,8; 55,10-11; Sal 119,89). El cielo y la tierra pasarán porque son criaturas que llevan en sí la señal de su finitud; las palabras del Hijo del hombre no pasarán porque llevan consigo la naturaleza de la eternidad de Dios. Jesús es el Verbo, la Palabra de Dios encarnada, de modo que sus palabras llevan el sello propio de Dios. Jesús cierra sus palabras con un dicho que puede resultar sorprendente: que acerca del fin nadie sabe nada, ni siquiera el Hijo, sino sólo el Padre (v. 32). Pero, si el Hijo es Dios como el Padre, ¿cómo es que no lo sabe? Parece claro que aquí Jesús habla del Hijo no en cuanto a la Persona divina, sino en cuanto a su naturaleza humana: como hombre Jesús no tiene ese conocimiento que está reservado al Padre. Algo semejante a lo que sucedía en el caso de los hermanos Zebedeos: conceder el puesto a la derecha o a la izquierda no podía hacerlo Jesús, porque es algo que sólo puede hacerlo el Padre en cuanto Dios (cf Mt 20,23).

 

Que la Virgen María, siempre vigilante, nos ayude a estar preparados cada día como si fuera el último. ¡FELIZ DOMINGO!

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